lunes, 30 de abril de 2012

El Cordón


“La sustancia del conjunto universal es dócil y maleable…”
Marco Aurelio

Farace dejó caer sobre el escritorio su reloj y se frotó los ojos, para luego, arremangado,reclinarse sobre su sillón. Estuvo con los ojos cerrados, escuchando como el resto de la oficina se despedía y, cada vez más reconfortado, comenzó a encarar su propia salida del trabajo.
Buenos Aires se cocinaba a fuego lento. El sol seguía riéndose, casi como insinuando que no se iría por lo menos en un rato. Enero tiene esas cosas, todos apurados, pero lentos. Los colectivos parecían hasta cansados de pelear contra un tiempo inexistente. En ese cansancio, en ese fragor pasado, reinaba una especie de paz. A la altura de la estación Malabia, el subte se quedó atorado. En el interior Farace,
como otro montón de pasajeros aunados en la enajenada orgía de la vuelta a casa,quedaron entre atónitos y calladamente indignados. Vieron pasar peligrosamente por la vía un par de técnicos como sombras grises y temerarias. Arrancó nuevamente con un cabeceo brusco y haciendo despertar a los afortunados que viajaban sentados. Con una tranquilidad excesiva anduvo nuevamente por algunos segundos hasta que volvió a detenerse. Esta vez, las luces se apagaron.
Se abrieron las puertas de los vagones, cayendo ridículamente los embutidos usuarios sobre el costado de las vías. Un policía se acercó al enervado grupo y con inusitada cortesía les indicó que caminasen por el margen derecho hasta la estación anterior. Con premura y casi resumiendo en su rostro la resignación de viajar más apretados aún, el pasajerío volvía sobre los pasos del tren. – Lástima- pensó Farace- solamente una antes de Dorrego…que se venga a quedar…
Súbitamente se vio caminando por el margen contrario de la vía y en sentido contrario de la manada del pasaje. Un par de cuadras por el túnel no le hacen mal a nadie y además, no quiero volver a subir a esa lata de porquería- dejó salir una bocanada de aire sucio y viciado, mientras esquivaba una rata. El canal de parto debe ser algo así.
Divagó pensando en su cuñada preñada. La luz de la estación se veía cada vez más cerca, hasta divisaba los perfiles los que esperaban el tren hacia Alem. Así, un tubo, sin ratas, imaginó. Un ruido infernal lo aturdió, una formación amarilla con cara de dragón había arrancado y se le acercaba a toda máquina. Las luces del aparato lo cegaban y la bocina lo aturdía, se tropezó y quedó pegado a la pared.
Se cruzó con unos doscientos pares de ojos anonadados y lloró. Lloró por la vergüenza, lloró como hacía años no lo hacía. Sus piernas estaban adoloridas y paralizadas. Un sueño terrible, como de anestesia, lo invadía. Escuchó la voz de su madre, para luego descubrir a un oficial bigotudo y mucho menos amable que lo levantaba de las solapas y tomaba su brazo derecho mientras le preguntaba mil cosas que no podía responder.
Lo sentaron en un banco de la boletería, mientras esperaban una ambulancia, le dieron un vaso de agua.

Mañana no iría a la oficina.

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