martes, 17 de abril de 2012

El Círculo de los Indefectibles (larga y tediosa predicción circa 2008)

Éramos niños. Gritábamos, jugábamos, pensábamos como niños, pero teníamos muchos años para eso. Teníamos la certeza de tener la razón, la ignorancia propia de la pedantería intelectual, los libros que nos mandaban a leer. Pintoresco tal vez, el Círculo de los Indefectibles se había conformado como el único elemento de cohesión entre nosotros. Cada cual cumplía, ineficazmente, sus obligaciones académicas y semanalmente nos reuníamos, así se había planteado al principio. Luego las reuniones se hicieron más asiduas y el cumplimiento universitario aún más escueto. Musso era el ideólogo del círculo. Era un tipo raro, el menos academicista de los cinco, el que más había leído sin embargo.

- Escúcheme, Lara- (nos tratábamos de usted por ser elegantes o algo así)- tengo la solución a todos nuestros problemas, en la palma de mi mano. Reúnase al grupo en el bar de Juan Carlos en una hora. Es muy importante-la voz oscura y temblorosa de nuestro líder se oía alegre ese día. Reuní a duras penas a todo nuestro “ocupado” grupo luego de unos cuántos llamados, interrumpiendo lecturas, sesiones amorosas, sesiones de jazz y siestas.
Finalmente, estábamos todos en el bar, menos Musso. Tanto Klageman, como Edelstein se mostraban ofuscados por la ausencia de quien, en teoría, pues ahora dudaban de mi palabra, y Irrazabal, tal vez por no tener nada que hacer, se mostraba más bien alegre de ver a todo el círculo reunido. La charla con el sector más reticente a esperar, se volvía más y más incómoda, y yo me había resignado a dar por terminada la malograda reunión. La puerta de vidrio del bar se abrió y entro, bajo un sobretodo de piel de camello extrañamente elegante, Musso. Se veía alegre y traía un libro de Kafka bajo el brazo. Se sentó, luego de estrechar en silencio nuestras manos, y pidió un café americano.
Nos mirábamos y esperábamos la buena nueva. Luego de sorber un trago de la blanca taza, y harto ya de intrigas, Edelstein preguntó- ¿se podrá saber cuál es la solución mágica que tanto ha promocionado?- y miró nuestros rostros circunspectos. Luego de una corta pausa, el líder, nunca así proclamado, se dirigió a nosotros con grandilocuencia y con un tono extrañamente forzado hacia el populismo- Toda mi vida me he considerado un tipo inútil, hasta un eterno vagabundo de la nada, pero entre ayer y hoy las cosas han cambiado. No es que yo haya cambiado, sino que la situación en que me encuentro ahora posibilita una nueva visión. La cuestión es la siguiente: el martes ha fallecido mi abuela Irizkana y nos ha dejado una fortuna en propiedades y dinero metálico a mí y a mis hermanos. Todo el acerbo de una vida de negociados y quien sabe que otras oscuridades- nosotros no supimos que decir y optamos por callar colectivamente, mientras en su pausa Musso bebía la soda de un ínfimo vasito- Mis hermanos comenzaron una disputa por ese legado, yo me limité a pedir una sola propiedad y dejé el resto de los asuntos en manos de mi padre. Mis hermanos accedieron y me dejaron, además de mi pedido, una modesta fortuna. Ahora levantemos nuestro cuerpos y síganme- y nosotros, silenciosos y mansos ante la incertidumbre, lo seguimos y dejamos que pagase por nuestro café.

Caminamos algunas cuadras sobre la avenida, yo iba adelante con Musso. Caminábamos rápidamente y discutíamos en dos grupos. Él y yo nos abocábamos a la inutilidad del carril para bicicleta inaugurado recientemente y los que iban detrás nuestro polemizaban sobre un nuevo hallazgo de la ciencia. Parecía que los ratones podrían volverse animales de tiro en los subsiguientes años si les inyectaban y les trocaban el árbol genético con algún componente humano. Llegamos a un portón entre dos hileras de rejas cubiertas de madreselva, desde el interior se escuchaba el sonido del trabajo. Entramos y recorrimos inseguramente un caminito de lozas que cruzaba un ancho patio verde y descuidado. Al final se veía una escalinata, luego de la cual se erigía una casa rosada con dos altas columnas invadidas por una hiedra muy espesa. Sobre el techo de la casa un obrero saludó efusivamente a Musso y le mostró con orgullo el cartelón de madera con letras doradas de bronce que luego amuraría a la fachada del caserón: “Los Indefectibles”- Señores, este será nuestro hogar, la arcadia de todas mis anteriores profecías, aquí podremos pensar libremente y vivir sin los molestos efluvios de la modernidad- se veía en los ojos del dueño de casa una gran ilusión, como de joven recién enamorado- aquí- dijo luego de pasar una gran puerta de madera con un vitreaux y entrar en un enorme salón circular de baldosas blancas y negras- estaremos como nos plazca. Haremos lo que nos plazca. Esa- señalando una puerta verde y alta- será tu habitación Tapia, la puerta roja será la de Edelstein, la cuarta puerta pasando la biblioteca será la de Klageman, y usted Pinto tendrá aquella puerta pasando la cocina- nosotros asentimos con un gesto de cabeza- Antes de que sigan caminando, síganme a la biblioteca- y lo seguimos. Toda la casa estaba cubierta de una capa negruzca de polvo y olía a humedad, en todos lados se veía a obreros abriendo ventanas para que entre el viento y pintando. La biblioteca era un gran cuarto revestido en madera con vitrinas donde se veían antiguos tomos y un largo escritorio rodeado de sillones mullidos de cuero negro, tenía un gran ventanal que daba al jardín. Junto al ventanal descansaba una mesita con un florero sobre ella, Musso la corrió y levantó la esquina de la pesada alfombra que reposaba bajo ella descubriendo un aro de metal sobre la monotonía del piso de pinotea. Levantó la manija, elevando así una puerta que dejaba ver una polvorienta escalera. Bajamos los angostos escalones y una luz deshizo la oscuridad y nuestras pupilas, descubriendo un salón rodeado de una bodega con una infinidad de botellas en las paredes. Era el ambiente menos lujoso que habíamos visto, sin embargo se me hizo el más acogedor.-Este- interrumpió el atónito silencio Musso- será el cuartel general del Círculo, aquí se discutirán las cosas más importantes, los asuntos que afectan directamente a nuestra benemérita organización-tosió un poco, quizá por el polvo y continuó- aquí sólo ingresaremos todos juntos- jubilosos entonces entonó, espontáneamente lo acompañaríamos, la Marcha de San Lorenzo, nuestro himno de guerra.

Los días subsiguientes fueron ajetreados. Ayudar en la limpieza y ordenamiento de la casa, conseguir aportes para la biblioteca y poner a punto nuestros cuartos y mudanzas. El martes en que se cumplieron dos semanas del fallecimiento de Irizkana, la casa estaba lista y nos dispusimos a degustar un banquete inaugural. Sobre el salón de baldosas blancas y negras una mesa sobre caballetes, posaban en ella pizzas, embutidos, carne, salsas y botellas de vino se dispusieron. Luego nos sentamos alrededor y en la cabecera, Musso. Comenzamos a comer y, luego de un rato, una etílica jovialidad nos invadió. Se vió interrumpida por un timbrazo, al que Musso inmediatamente y saltando de su silla fue a atender. Nosotros no le dimos mayor importancia. Luego de un rato, volvió el jefe de la organización, con un muchacho algo más joven. Era alto, pelirrojo y vestía elegante, un ambo marrón. Se lo notaba nervioso y le tendimos un frío apretón de manos. El hombre de la cabecera se veía nervioso- Él es Claudio Muschiaretti, un estudiante de antropología en quien veo a un promisorio futuro miembro de la Organización- y continuó aún más tembloroso, dirigiéndose al muchacho- Coma, coma, hable con confianza estamos entre camaradas.
La comilona continuó. El novato se mostraba tímido, sobre todo ante las miradas desconfiadas de Klageman y las inquisiciones malignas y tendenciosas de Edelstein. Pero, con la ayuda de un descomunalmente agradable Irrazabal, terminó por volverse más bien dicharachero. Atribuyo también parte del mérito a un delicioso borgoña que habíamos traído del sótano. Tenía por apodo Zan, que provenía del obvio y vulgar “zanahoria”, y estaba particularmente atraído por algunos planteos del materialismo dialéctico. Me pareció, y en esto coincidió Edelstein, un joven más bien vulgar. Tal vez era el par de años de diferencia lo que motivaba tal opinión, Irrazabal atribuyó el accionar del muchacho a los nervios, Klageman lo acompañó en su parecer. Todas estas impresiones las poníamos de manifiesto mientras el muchacho recorría la casa con Musso. Pasados unos minutos, ambos volvieron y fue él quien, dejando al novato en el quiosco del jardín donde beberíamos un poco de cognac para terminar la noche, nos instó a ir al cuartel general. Bajamos, sin demasiado interés en lo que pasaría, la escalera y nos sentamos en la mesa redonda, esperando, como de costumbre un desmesuradamente largo discurso del dueño de casa. Este nos sorprendió con un corto - ¿y que os parece? El muchacho es un prodigio en la universidad y además...- calló, esperando nuestra respuesta. Edelstein con su voz aflautada empezó a decir- Verá, yo creo que...- lo interrumpió Klageman- ¿ no es un poco apresurado evaluar su inclusión? El muchacho está ahora congelándose en el jardín, terminemos la velada y mañana lo discutimos en el desayuno. Yo no tengo voluntad de argumentar ahora. Irrazabal asintió y yo también lo hice, en ultima instancia, no había hecho más que poner de manifiesto lo que todos pensábamos. Musso era atolondrado y terco cuando tenía algo así en la cabeza. Cuando, antes de tener un cuartel, intentó meter en el círculo a aquel taxista, Alvez, también fue difícil argumentar en su contra y además soportar sus amargos y lentos soliloquios sobre lo poco que atendíamos a sus pedidos. A punto estaba de comenzar este proceso, cuando se escuchó un ruido de muebles corriéndose sobre nosotros. Edelstein se acercó a la puerta trampa y empujándola no pudo levantarla. Me acerqué a ayudarlo y descubrí que tenía un peso enorme sobre sí, todos nuestros esfuerzos fueron vanos. Algo estaba trabándola, clausurándola desde arriba. Esto genero nervios, pero más nervios produjo escuchar una gran cantidad de pasos en el piso superior. Parecían por lo menos seis o siete personas. Se movían rápidamente. Luego oímos un motor a la altura del garage al costado de la casa. Comenzamos frenéticamente buscar una salida, menos Musso que se sentó a beber amargamente, esperando nuestros justificados y acerados reclamos e Irrazabal que se había dormido profundamente en su silla por la borrachera. Movimos todas las botellas y descubrimos todas las paredes y el techo del sótano, para descubrir que no había salida. Edelstein empezó a respirar mal, tener unos ciertos espasmos, y se sentó en el rincón más oscuro del sótano. Klageman dejó atrás todo el ceremonial que lo había unido al grupo- Musso- le dijo mirándolo a los ojos- sos un imbécil. Toda la vida lo has sido, todo este camino hasta aquí ha sido allanado por tu estupidez- siempre usaba esta terminología al putearlo. Yo me dispuse a buscar un sector del techo sobre el cual no hubiese nada, para golpearlo y romperlo hasta salir, no soportaba este momento- Creés que sos el líder de un ejército, pero no sos más que el organizador de un par de cenas entre fracasados y un libro inconcluso de charlas- Klageman, comenzó a beber de la misma botella que su “líder” y se sentó junto a él. Ambos se quedaron en silencio escuchando los pasos y yo luego de escuchar lo pesados que sonaban esos pasos, me senté junto a Edelstein, para esperar el silencio antes de intentar salir. Se veía muy mal, ahogado, nervioso, asfixiado por todo. Escuché un grito muy corto. La camisa impecablemente de blanca de Musso estaba teñida de sangre, Klageman depositaba rápidos y fuertes golpes con un cuchillo corto sobre su pecho.

Habrán pasado unos quince minutos en lo que sólo se escuchaba la hoja penetrando la carne muerta de Musso, los ronquidos de Pinto y los pasos en el piso sobre nosotros. Se escuchó entonces un motor, se habían ido. Klageman se acercó a la puerta trabada y luego de intentarlo un par de veces me dijo con la mirada perdida- Ayúdeme Lara, rompamos algún sector del techo para poder salir…- me tendió la mano para ayudarme a levantar y me dio un pesado trozo de hierro que había encontrado en las estanterías. Golpeábamos en silencio el sector inmediatamente superior a la mesa redonda, parados sobre ella. La madera era dura y difícil de quebrar, pero mi desesperación por huir del tétrico lugar me daba fuerzas sobre humanas para roerla. En medio de la tarea (la madera empezaba a ceder) ví a Irrazabal ayudar a Edelstein a respirar y darle consuelo en esta terrible situación. Finalmente, logramos abrir un hueco y, trabajando los cuatro juntos, lo hicimos lo suficientemente ancho para poder salir. Desmontamos las estanterías y las amontonamos y llegamos al piso superior, subiendo sobre aquel inestable montón de tablas.

En el piso superior no quedaba nada. Muy pocos minutos les había demandado llevarse hasta la comida sobrante. Se veían algunas huellas embarradas sobre el piso. Irrazabal miraba a su alrededor como buscando una explicación. Edelstein había salido al jardín en busca de aire, Klageman lo siguió. Yo me acerqué a la puerta de mi cuarto…nada mío había quedado. Me sentí deshecho y me largué a correr hacia el patio. Allí luego de un rato de lamentaciones y mudez triste, nos juntamos los cuatro indefectibles que quedábamos. Klageman fue quien cortó tanto silencio- Señores, creo que bajo estas circunstancias nos vemos obligados a dar por finiquitada la vida del Círculo. O al menos de esta formación del círculo ¿alguno de ustedes querrá tomar la posta de organizador?- se veía en sus ojos el arrepentimiento y la soledad de quien asalta el poder demasiado tarde. Todos callamos. Klageman no hizo más que rociar el caserón con un bidón de nafta que sacó del garage y darle fuego. Empezamos a salir. Edelstein se fue primero, sin saludar y dejando el portón abierto. Irrazabal y yo íbamos saliendo, cuando vimos como el pesado cartel se desprendía de la casa y caía pesadamente sobre Klageman matándolo. Estaba chamuscado e ilegible.

Nunca más supe nada de ninguno de ellos, supongo que los que sobrevivimos maduramos.

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