martes, 5 de agosto de 2014

La sombra es la diferencia *

"El verdadero modo de vengarse de un enemigo es no parecérsele."
Marco Aurelio

-Es rara- me aclaró la Gringa, como sincerándose para no ser víctima de mis críticas posteriores- pero si querés, te la presento. Está sola- dejó caer al final de su frase. Mis ilusiones explotaron rápida y estúpidamente.
Digamos que hasta allí, la historia no difería de otras muchas. Después de una época de rondar el descenso, decepciones múltiples y no abandonar la gravidez depresiva de mi cama, toda el ala femenina de mis conocidas se empeñaba en levantarme el ánimo presentándome a cualquier amiga por la que mostrara un mínimo interés. Por supuesto, esto no llevaba casi nunca al éxito y terminaba por enrrosques múltiples que de nada servían
Esta vez, era el patio de Diego, un recortecito de estrellas en medio de la ruidosa Villa Crespo. Las fiestas acostumbradas y mi posición de espectador silencioso. Cumbia agudísima, cerveza tibia y suelta de chicas y chicos de ropas raras, anteojos grandes e ideas cortas. Ella parecía diferente y sobre todo tenía ese halo de aburrimiento maravilloso, esta cosa de “¿por qué vine con el grupillo de nabos?”.  Tenía una nariz que daría envidia a muchos arquitectos condenados a construir cubos de departamentos en Miramar, un grupito de trapecios blanquecinos y brillosos en los ojos negros de animé, y unos hombros que por delicados no dejaban de insinuar mordidas futuras y pasadas.
Recuerdo, de lo poco que recuerdo, que esa noche la escuché comentar entre sus amigas, mas altas, más entusiastas y menos bellas, que quería ir de paseo al Jardín Japonés. Nuestras miradas se cruzaron sólo una vez en la corta lejanía del patio oscuro y bastó un atisbo de sonrisa para que la Gringa, atenta espectadora, decidiera que debíamos conocernos. Rápidamente, organizó una comilona con algún lejano cumpleaños de excusa y nos juntó.
Como de costumbre, aún el pequeño departamento de la Gringa, obligatoria corta distancia, no pudo con mi estilo. Entonces me resigné durante la mayor parte de la noche a discutir con otros invitados sobre la legitimidad de tal o cual estilo de fútbol, a repetir de memoria sketchs de Capusotto y a insistir en que pusieran Rush hasta el hartazgo. Ella, maravillosa, esplendente y totalmente indiferente a mis comentarios. La noche fluía entre alguna risa y un sinfín de sandeces. Cuando comenzaron a mermar los invitados, la situación fue forzando la intimidad con Sofía, así se llamaba. Apenas unos comentarios sobre alguna película en común y posteriormente, la mágica intervención de Baco soltándonos la lengua y las manos nos arrimó.
Con inusitada intensidad nos refugiamos en el balcón para prodigarnos besos, ante el oído de la Gringa que seguramente (pienso esto porque desapareció rápidamente para dejarnos en soledad) desde su cuarto reía de nuestra cercanía.
 Entonces, comencé a conocer algo más de Sofía. Para empezar, la peor de sus caras cuando me escuchó pedir un tostado de jamón y queso en un bar. Sorprendido, no atiné a preguntar el porqué.  En la larga conversación, me hizo saber que era vegana. Vale aquí aclarar, que una de las múltiples posiciones talibanas con las que orno mi personalidad es la de ser un acérrimo defensor de mi omnivoría, con lo cual, siguió el momento incómodo de pedir insistentemente detalles de los motivos que la llevaron a su decisión alimentaria. Ella contestaba desde la bilis del moralismo, nada nuevo para mí. La cosa se distendió, empezamos a charlar sobre jazz y la tarde terminó con el éxito esperado: pude dar con las mieles de su intimidad. Habita en mi memoria la tarde con particular detalle. El hotel con dos gatos de neón en la puerta. Los tacos que retumbaban desde la pieza sobre la nuestra. Su ropa arrojada sobre un sillón y sobre todo mi rostro recorriendo los espejos del techo. Ella dormía como un ángel, sus ojos cerrados eran de una suavidad intocable. De la punta de su bolso, asomaba un libro. Atento a mis necesidades intestinales más primarias y a la sana costumbre de la literatura, lo tomé sin pensar.  Una vez sentado y recluido en el santo trono, lo hojeé sin entusiasmo. Al parecer  “la dorada senda verde” no era una novela, sino un mamotreto que contaba la historia de la degradación de Schweigenesser, un monje alemán que, tentado por la carne porcina, terminaba recorriendo sin arrepentimiento la senda de la pederastía. Se me hizo simplemente ridículo.
Las semanas se sucedieron como en una comedia romántica. Charlas de café, ella enseñándome a comer hamburguesas de lenteja, yo poniendo una evidente máscara de falso “que rico esto”, algún paseo por el jardín japonés y varias intensas rondas por hoteles de baja estofa. Me negaba, por algún extraño impulso en mi interior, a sobrepasar el encuentro de un par de horas y más aún, a conocer su casa.
Pero el tiempo y el ardor de los sentidos, se sabe, terminaron por torcer mi voluntad. Así, envalentonado por un mensaje de texto de contenido sexual sin demasiado refinamiento, terminé por conocer su casa.
Vivía  (o vive, desconozco) en una casa compartida en Flores, pegada a las vías del Sarmiento. Recuerdo que al entrar me descolocó el estómago el perfume a pachuli, a palosanto, a jipi sin gracia que inundaba el living de la casa. Pero, como buen héroe, proseguí mi recorrida con la esperanza de conocer su cuarto. Bueno, no. En medio de los recovecos, una pieza con la puerta abierta de par en par refugiaba a sus tres compañeros de casa, que tomaban un extraño té (ni siquiera alucinógeno, creo) y discutían acerca de una reunión que estaban organizando. Como corresponde en estos casos, quien escribe se limitó a un silencio amistoso y a beber, intentando dejar entrever lo menos posible el asco que me provocaba la infusión. El líder del grupo era un muchacho que se hacía llamar “John”. Rubión, con delicadas manos que parecían no conocer siquiera la forma de una pala, hablaba con tono afiebrado de más acción y menos análisis. Los demás, entre ellos Sofía, se debatían entre un silencio de aceptación y una morisqueta de crítica.
- El domingo, el domingo- repetía con ahínco el tal John- El domingo hay que hacer algo más que ir a quejarnos a la puerta de “La Moderna”…Acciónes concretas, amigos, no violentas, sino concretas.
Ante la incomodidad (un cuarto pequeño, sin sillas, apenas con unos almohadones y cuatro personas hablando de algo que desconocía) y más aún, ante la imposibilidad de meter bocado, me dediqué a examinar a la compañera de cuarto de Sofía. Alta, pelirroja, de piel completamente nívea, usaba una camisa de bambula que era un milagro a los ojos de cualquier pintor, debajo de ella se insinuaban reinantes dos pechos abundosos de amplios pezones libres completamente de sutien. Salí del embrujo cuando la voz de Sofía, puntual y decidida irrumpió en mis fantasías, cortando el aire con decisión.
- Debemos actuar… Pero en serio- de su bolso rojo que llevaba en su falda desde hacía largo rato, retiró tres cuadernos forrados en papel araña, llenos de anotaciones- Acá, tengo algo en lo que estuve laburando con Laura- una mirada cómplice lleno los ojos de la pelirroja de satisfacción- hace varios meses. Tengo la dirección, los horarios de entrada y salida y las costumbres de los dueños de más de quince frigoríficos. Así como también, planos de todas sus propiedades.
John y su compañero (un petiso orejudo con el corte Krishna) miraron asombrados como de los cuadernos surgían fotos de hombres de traje, enormes hojas con plantas de lugares que desconocían, grandes planillas de horarios y notas de todo tipo.
- Julián- me dijo fingiendo un malestar en sus cuerdas- ¿harías el favor de leer?- y me extendió uno de los cuadernos. Yo lo tomé con delicadeza y comencé a leer:
“Álvaro Cocinetto:  dueño del frigorífico “La Sutil” sita en calle Pola n°1130 Mataderos, reside en el barrio de Belgrano en un lujoso departamento en La Pampa al 2000. Todas las mañanas parte a Liniers a las 9:04 en su Mercedes G700 patente IKV 993…”
Me detuve- ¿sigo?- pregunté haciéndome el tonto. Ella sonrío- No, mi amor. Está claro ya- y me besó la oreja. Pidió que nos levantásemos y saliéramos de cuarto por un momento. Del otro lado de la puerta quedamos en silencio “John”, el petiso y yo. Apenas un instante después, nos pidió que entrásemos. La alfombra sobre la que habíamos estado charlando había sido corrida y debajo de ella se abría una enorme puerta trampa que daba a una cámara pequeña que funcionaba como depósito. En ella había balas de todos los calibres, ametralladoras, pistolas, un lanzacohetes y una gran caja con una simple indicación en letras rojas “Manejar con cuidado/explosivos”. Quedamos azorados.
- Es el momento, amigos- se paró sobre un almohadón, blandiendo un pendón de forma indefinida con la imagen de Buda- Tenemos que empezar a sembrar un nuevo futuro. Nuestras campañas de explicar a la gente que el comer carne es inmoral y además hace mal mediante la persuasión, han terminado. Es hora de la acción directa. A partir de ahora, en lo real y lo fáctico hará mal comer carne. Nos encargaremos de dar con cada persona ligada  a la carne y le daremos muerte sin trepidar…
-Disculpen- interrumpí- ¿me podrían decir dónde está el baño?- con un gesto suave, Sofía le pidió a Laura que me acompañase. Ella se levantó,  Sofía pidió que cerrásemos la puerta detrás de nosotros.  Laura me llevó por la laberíntica casa sin apuro, por suerte, pude ver el camino a la puerta de calle. Al llegar a la puerta del baño, no me pude contener. Era ahora o nunca. Acaricie, mientras le agradecía el tour, con la punta de mis dedos la espalda de Laura, ella se dejó llevar. La miré a los ojos, ella me sostuvo la mirada con un dejo de indecencia indescriptible y luego un beso, apretado y húmedo como el centro de una flor de cala. Nos recorrimos en caricias hasta que el deber llamó a Laura y me encerré en el baño.

Los tres minutos más largos fueron esos, los que tuve que esperar, temblando por mi vida a salir y caminar hasta la puerta, hasta el bondi, hasta la costanera y hasta el sánguche de bondiola que alejó mi espíritu de los nazis del futuro.




*La pieza a continuación tiene como objetivo simplemente plasmar un delirio de futuro que sostengo a fuerza de polémicas y no busca ofender o calumniar a nadie. Paz.