lunes, 30 de abril de 2012

El Cordón


“La sustancia del conjunto universal es dócil y maleable…”
Marco Aurelio

Farace dejó caer sobre el escritorio su reloj y se frotó los ojos, para luego, arremangado,reclinarse sobre su sillón. Estuvo con los ojos cerrados, escuchando como el resto de la oficina se despedía y, cada vez más reconfortado, comenzó a encarar su propia salida del trabajo.
Buenos Aires se cocinaba a fuego lento. El sol seguía riéndose, casi como insinuando que no se iría por lo menos en un rato. Enero tiene esas cosas, todos apurados, pero lentos. Los colectivos parecían hasta cansados de pelear contra un tiempo inexistente. En ese cansancio, en ese fragor pasado, reinaba una especie de paz. A la altura de la estación Malabia, el subte se quedó atorado. En el interior Farace,
como otro montón de pasajeros aunados en la enajenada orgía de la vuelta a casa,quedaron entre atónitos y calladamente indignados. Vieron pasar peligrosamente por la vía un par de técnicos como sombras grises y temerarias. Arrancó nuevamente con un cabeceo brusco y haciendo despertar a los afortunados que viajaban sentados. Con una tranquilidad excesiva anduvo nuevamente por algunos segundos hasta que volvió a detenerse. Esta vez, las luces se apagaron.
Se abrieron las puertas de los vagones, cayendo ridículamente los embutidos usuarios sobre el costado de las vías. Un policía se acercó al enervado grupo y con inusitada cortesía les indicó que caminasen por el margen derecho hasta la estación anterior. Con premura y casi resumiendo en su rostro la resignación de viajar más apretados aún, el pasajerío volvía sobre los pasos del tren. – Lástima- pensó Farace- solamente una antes de Dorrego…que se venga a quedar…
Súbitamente se vio caminando por el margen contrario de la vía y en sentido contrario de la manada del pasaje. Un par de cuadras por el túnel no le hacen mal a nadie y además, no quiero volver a subir a esa lata de porquería- dejó salir una bocanada de aire sucio y viciado, mientras esquivaba una rata. El canal de parto debe ser algo así.
Divagó pensando en su cuñada preñada. La luz de la estación se veía cada vez más cerca, hasta divisaba los perfiles los que esperaban el tren hacia Alem. Así, un tubo, sin ratas, imaginó. Un ruido infernal lo aturdió, una formación amarilla con cara de dragón había arrancado y se le acercaba a toda máquina. Las luces del aparato lo cegaban y la bocina lo aturdía, se tropezó y quedó pegado a la pared.
Se cruzó con unos doscientos pares de ojos anonadados y lloró. Lloró por la vergüenza, lloró como hacía años no lo hacía. Sus piernas estaban adoloridas y paralizadas. Un sueño terrible, como de anestesia, lo invadía. Escuchó la voz de su madre, para luego descubrir a un oficial bigotudo y mucho menos amable que lo levantaba de las solapas y tomaba su brazo derecho mientras le preguntaba mil cosas que no podía responder.
Lo sentaron en un banco de la boletería, mientras esperaban una ambulancia, le dieron un vaso de agua.

Mañana no iría a la oficina.

sábado, 28 de abril de 2012

La tercera persona (2009)


Se acostará, como siempre, a la hora en que comienza el ritual celoso de los gatos. Levantado el cobertor verde, se sentará sobre la cama, programará el despertador y beberá sin entusiasmo un sorbo de agua para tragar los somníferos.
Luego, recostado, mirará la curva del hombro de su esposa, que le dará la espalda mientras deja salir esas exhalaciones que no llegan a ser ronquido, son más bien rumores de desprecio. Una vez apagada la luz, se estirará cuan largo es, dejando salir un bufido y se acariciará las sienes y los párpados. La oscuridad habrá a esa altura atenuado, permitiéndole ver los arabescos del papel tapiz junto a su cama y como se sacude el árbol junto a su ventana, dejando entrar un  tufo a ramas secas. Contando las puntas de las flores que ocultan el blanco de su almohada, irá dejando caer en reposo sus miembros exhaustos.

Ve entrar sus pies entonces al jardín de los Macías, ese en el que hollaba el pasto en su infancia, y se acerca a la fuente asediada por hiedras, el día es claro, sopla un viento casi imperceptible. A lo lejos se escucha la voz de una anciana cantando en italiano, quizás su abuela. Con la espalda apoyada sobre el nacimiento de la fuente, ve sobre sus pies una hormiga que se balancea en la punta de su dedo meñique. Una mancha rosa se balancea cerca suyo, un vaho como de fresias recién cortadas y de golpe distingue la cara blanca de Marina sonriéndole.
Luego, todo se vuelve más confuso. Los labios de ambos se mueven, pero no dejan salir ninguna palabra, incluso sus ademanes parecen incomprensibles. El viento se hace de golpe una sucesión de ráfagas incontenibles. Casi no deja oír la caída del agua en la fuente o el silbido de Marina que camina en derredor suyo bailoteando.
Su esposa para ese momento se habrá girado y habrá depositado sobre su velludo y abultado abdomen una mano fría y en la nunca esa misma respiración desagradablemente sonora.
El pasto recién cortado parece hacerse una sucesión de agujas que le perfora los muslos y los pies sin fuerza, como por inercia. Marina se detuvo y lo mira, sus ojos castaños parecen húmedos y preocupados. Se acerca a usted, que cada vez comprende menos, y le susurra al oído “ye tém”. 

Dejaré salir por mi nariz una espesa nube de humo blanco y abriré la ventanilla del automóvil. El barrio estará más quieto que nunca, la luna apenas ilumina el empedrado y todas las casas están apagadas. En el reloj, las tres y cuarto. Me reclinaré un poco hacia atrás y daré una orden precisa al pasajero de atrás.
Me acomodaré los ridículos anteojos negros y reharé minuciosamente la raya de mi pantalón, escuchando el golpe de las botas al bajar del auto. Ahora ellos irán por usted.  

miércoles, 25 de abril de 2012

Expulsión (2008)

                                                                                  A una Julieta lejana en el tiempo, por no ser intimista.

“..¿de qué valdrá que íntegro sintamos
nuestro vigor o nuestro ser eterno
para sufrir un eterno castigo?..”

John Milton


-¿Qué pasó?- había cruzado la calle mirando todas nuestras cosas en la vereda de casa. Mis compañeros estaban sentados, tapados por una raída frazada rosa y tomando mate. El Rata me contestó- Cayó la yuta hoy a las ocho y nos desalojó, tiraron todo a la calle…- me alejé de él rápidamente, sin dejarle continuar su relato. A pocos metros de los muchachos había un portón, una vez que me acomodé allí, continué la historia:
“…entonces Ramírez tomó el trozo de metal del piso. Estaba ensangrentado y notó aún más
su peso. Yacía a sus pies el cadáver de su jefe…”


- Che, Lucas ¿qué pensás hacer? ¿estás enojado con nosotros?- Luisa se acercó a mí y me miraba con sus ojos verdetristes, esperando una respuesta. No sabía que decirle, estaba seguro que la culpa era de ellos. Siempre hacían todo lo posible porque nos desalojaran. Estire mi mano con un atado de cigarrillos hasta ella, tomó uno. Le pedí que se vaya dulcemente. La luz eléctrica taponaba cualquier intento de luna y yo proseguí.
“…todavía olía al caro perfume francés que utilizaba. Le revisó los bolsillos y tomó un
puro de su chaleco. Lo encendió y se sentó en el sillon rojo de mando, poniendo sus pies en
la espalda del cadáver…”

Una rata se escabulló entre la pila de cosas que había enfrente, mejor sería sacar lo poco que pudiese llevar conmigo.Tomé mis libros, unos pantalones azules y una chomba verde, no había mucho más. Junto a mis cosas estaban las de Luisa. Ella estaba seguramente en los brazos del Rata, intentando conseguir algún pasatiempo para esa noche fría en la intemperie. No pude resistirme y tomé sus sábanas. Eran rosadas y estaban gastadas, olían a todos, pero yo sólo distinguía el olor desu piel, una fragancia que mezclaba pasto y perfume barato. Las metí en mi bolso, aún no sabía por qué.

Al volver a cruzar hice todos mis esfuerzos por no mirar a los exiliados y sentarme lo más rápido posible a escribir.“…-¿cómo saldré de esta?- dijo el asesino en voz alta, casi sin querer. Le corrió un rumor espeso y helado por las venas, se miró el cristo tatuado en el antebrazo. La culpa puede ser un gran monstruo que tapa la vista…”
- ¿no pensás decir nada?- el Raúl se sentó a mi lado, llevaba en su mano una botella de vino y
en su aliento unas cuantas más, se veía más triste que de costumbre- ¿adónde vas a ir?- me ponía nervioso, balbuceaba casi lloriqueando.
- No sé, no tengo idea, Raúl, no tenía planes de que nos echaran tan pronto- me puse seguramente rojizo y di por concluída la charla-por favor, no me jodan más, déjenme escribir.
“…y enflaquece las manos tintas en sangre.El asesino se arremangó y comenzó a cargar todo lo que pareciera de valor en su mochila.Cargó las plumas de oro, el reloj, los billetes, la chequera, un revólver con cachas de perla. Luego vació el depósito de la lámpara de kerosén sobre el cadáver y todo el cuarto. Se dejó caer una vez más en el sillón, aferrándose a su bolsa. Ahora el daño estaba perpetuado. Su jefe muerto y las llamas a punto de encenderse…”

Un gato negro y blanco se sentó junto a mí, me olisqueaba y se restregaba contra mi mano, su actitud mendicante me exasperó por un momento, pero terminé por darle un trozo del pan que llevaba en el bolso y mirarlo comer con deleite. Sentía hambre, pero más aún frío. Y ya eran las tres y cuarto, pero todavía faltaba mucho para que el sol saliese, la luz de los faroles se volvía tenue.
“…Su madre nunca lo entendería, lo mejor sería dejarle el dinero y fugarse. Tal vez a Sudamérica y empezar todo nuevamente…”
-Lucas…- la mano de Luisa se deslizó con suavidad sobre mis cabellos y acarició mis orejas. Su voz era la más dulce que había oído en mi vida- ¿te vas ir después de esto?- recordé las sábanas y tuve el impulso de acercarme a ella para olerla y memorizar su perfume. Quería que ese recuerdo tapara el real olor de los trozos de tela que me quedarían de ella. Intentó besarme y la aparté, no quería otra treta, además no había luna que me distrajese.
- Me voy a ir, sí, no sé adonde, pero me voy a ir- le dije con todo de padre enojado- y sin vos, no quiero verte, ni a ninguno de ustedes. Andáte, dejáme en paz. Ella se quedó a pocos centímetros de mí con la mirada mojada y perdida, se le agitaba un poco el pecho entre sollozos, casi sin darse cuenta de su postura exhibicionista y lasciva, con las piernas abiertas y la pollera corta.
“…Se apoltronó un poco más en el sillón. Nunca se había sentando en un lugar así. No debía pasar mucho tiempo hasta que desatara el incendio, pensó que sospecharían de otro modo. Los leños en la chimenea comenzaban a consumirse y empezaría a hacer frío…”
Me detuve y miré a Luisa. Seguía llorando, ahora tenía la cara entre las palmas de sus manos y se ceñía su campera al cuerpo con los codos. Sentí un poco de pena por ella, casi hasta olvidar su facilidad para acariciar la entrepierna de otros hombres y robarme el dinero que escondía en los pliegues del colchón que ahora se congelaba en la montaña de trastos que bloqueaba la vereda de enfrente.
“…Poco a poco fue quedándose dormido. Le pesaron los ojos y las piernas, se estiró sobre
el sillón de cuero y se reclinó un poco más…”
La birome comenzaba a fallarme, me detuve un instante y la agité, luego intenté calentar la bolilla de la misma con mi aliento. Luisa se había quedado dormida entre llantos, tenía la cabeza echada sobre su pecho y respiraba con dificultad. Sólo dormida uno podía atinar la escasa edad que ostentaba. Allí su cara tenía un rictus menos apagado y sus manos se cerraban delicadamente. Las cinco y cinco. Faltaba una hora para el amanecer, todos se habían quedado dormidos.
Tomé la petaca de mi bolsillo y eché un trago de ginebra, para despertarme y para pasar el frío. Me levanté con pereza y, escabulléndome entre las pertenencias que moraban en la vereda, me metí en la casa que nos habían quitado. Subí la escalera, con cuidado, el eco era terrible, y entré en el que había sido mi cuarto. En las puertas del placard aún quedaban tallados los extractos de Rimbaud que le había recitado a Luisa, y dentro de él estaba todo el dinero que había recaudado en mis años de pillería y hurtos. No era mucho, pero era lo que quedaba. Abrí un postigo y me senté a concluir mi relato: “…terminó por dormirse. Soñaba con las cosas que su madre podría hacer con el dinero, luego con su casa en el futuro, una mujer negra a su lado y mucho niños correteando por una granja en Brasil. El sueño se volvía más y más profundo, lo hundía. Se reclinó un poco más, las patas delanteras del sillón se habían despegado del suelo.Una chispa se escapo de entre los leños ardientes, cayó sobre el kerosén sin llegar a encenderse…” la luz se hacía más vívida, ya era luz de día, escuché unos coches rodar en la avenida. Bajé y salí.

Crucé la calle y me apoyé en la pared junto a Luisa, le besé la nuca y continué “…El sillón se inclinó, cada vez más lejos de su postura normal. Adán distribuía su peso de manera cada vez más dispareja. Finalmente el respaldo del asiento tocó el suelo, la cabeza del asesino dio un golpe y tronido contra el mármol, dejando escapar un hilo de sangre que se mezcló con el charco de kerosén…”
- Terminé- me dije a mi mismo en voz alta y casi sin proponermelo. Luisa estaba ahora completamente sobre mi costado. Me levanté con cuidado y la desperté.
Sólo la miré y le hice señas para que se fuera conmigo. Lentamente comenzamos a bajar la calle para el lado del puerto, sin despertar a nadie.

lunes, 23 de abril de 2012

El cazador de insectos

Apenas escuchó la voz de su tía entrando con Sandra, corrió a buscar el gran frasco de mermelada que había dejado al sol. Lo destapó y vació con cuidado en el macetón de los malvones, tapó con tierra los cadáveres.
Hacía tiempo había resignado sus habilidades como cazador, dedicándose plenamente a pacífica captura de insectos, obligado a darles una postrera vuelta a la libertad. Martín seguía siendo un enemigo al acecho, pero su tarea era manca, estaba cercenada por el ojo bello y avizor de su prima. La última vez que por accidente lo había visto cercenar con precisión un abejorro sobre una lata vacía de atún le había negado la palabra y retirado el saludo durante meses. Entonces, decididamente se planteó no satisfacer esos placeres para los que algún dios tanto lo había dotado.

Esa primavera, las tardes en lo de Osvaldo eran un poco tediosas. Pero era innegable que el perfume de los tilos mezclado con el de la piel, apenas dos años mayor que la de Martín, y el arrullo del tren a La Plata  se confabulaban placenteramente.

Unas horas después de la llegada de Sandra había atrapado a la libélula más grande de su vida. Medía casi como el Mercedes Benz de juguete que le regalaron para navidad. Estúpidamente, el animal acorralado pegaba contra los bordes del frasco de aceitunas vacío, el más grande que tenía. Se sentó en la mesa del patio cuando la tarde se ponía un poco más naranja, no dejaba de pensar en las múltiples formas de terminar con la vida de semejante bestia. Oyó los pasitos cortos y blancos de Sandra que iban hollando el pasto apenas crecido y supo que no podía hacer nada. Ella, acariciándole el hombro miró largamente el frasco y rozándole la oreja con el vestido floreado, abrió la tapa y dejó salir a la víctima.

Desde la muerte de su esposa, iban todos más seguido a lo de Osvaldo. Era un hombre grande, más bien risueño y de ojos apagados. Quería mucho a sus sobrinos y tenía la casa más bonita de toda la familia. Habían conocido varias novias posteriores a su viudez, sin embargo casi nunca se repetían en cada visita. Martín adoraba la idea de volver a esa casa grande silenciosa y poblada de gatos e insectos en su patio verde. Le gustaba la idea además de ver cada vez una mujer nueva, con formas, voces y manos siempre distintas una a la otra. Para mejor, casi siempre iba Sandra, con sus caderas insinuadas y esos ojos tan brillantes.
Luego del incidente de la libélula se sentía un poco tonto. Al fin y al cabo, Sandra seguramente tendría un muchacho, tan lejos de la casa de Martín, en esas tierras que le sonaban a extranjeras, Colegiales. No dejaba de ser más chico que ella y…No había forma de cerrar estos pensamientos, siempre se cortaban cuando escuchaba el andar de sus patines por la pileta vacía o sus canturreos desafinados mientras cosía.

Cuando el cielo empezaba a oscurecer se sentaba junto a su padre y su tío Osvaldo a tomar coca cola mientras ellos tomaban vermú. Le encantaba el olor a cigarrillo y las charlas de las que poco entendía. A veces lo incluían hablándole de fútbol o de algún boxeador que conociera, pero por lo general departían confiados en la tácita intimidad y discreción de Martín. Esa tarde había escuchado a su padre decir algo que seguía resonándole en la noche, cuando el silbido del viento sacudía las ventanas.
“Vos tenés que ser como sos siempre, Osvaldo. Si alguna se enamora, que no se prenda de un papel tuyo, sé como sos”. Osvaldo era actor, él lo sabía, pero también supo discernir que hablaban de otra cosa. Recordó la variedad de las mujeres que había encontrado en pareja con Osvaldo en esa casa y como siempre su tío, jovial y amigable seguía teniendo esa sombra de tristeza.

Amaneció lloviendo. Hoy tocarían juegos de cartas y alguna película. Era domingo, en algunas horas estarían volviendo a casa y habría que esperar algunas semanas para volver a ver a Sandra. El desayuno le supo algo amargo, como si la mermelada hubiese estado abierta en la heladera junto al ajo o algo así. La idea de la libélula disfrutando de su mal habida libertad le dio vuelta el hígado. Casi no probó el té. Había que tomar medidas drásticas.
Cuando casi todos en la casa estaban distraídos con la preparación del almuerzo se puso el piloto amarillo y con las botas nuevas salió al patio. Recorrió lentamente el espacio entre los tilos y llegó a la fuente estancada y sarrosa del fondo del patio. Había que esperar. Precisaba un milagro para que en ese día apareciese, pero algo le decía que volvería a burlarse. Y lo hizo, tontamente, y cayó en un frasco más pequeño.
En el garage-galpón había una morsa, kerosén, insecticida, todo un arsenal. Martín se debatía sobre como cerrar semejante proeza. Sentado frente al banco de carpintero miraba como la desesperación iba ganando a su rival que daba golpes cada vez más fuertes al vidrio del frasco. En medio de su debate interno, la voz suave de su prima se asoma por la puerta del galpón. Había que decidir y rápido. Tomó con suavidad a su enemiga, la puso sobre la palma de su mano derecha y cerró el puño. La sensación pegajosa, el fin del zumbido, el estertor final de la libélula, todo se confundió con el sonido de la lluvia y el grito de horror de su prima. Quiso ir tras ella mientras corría en el jardín y supo que era en vano cuando vio las gotas de barro que habían manchado el vestido blanco que se alejaba.

viernes, 20 de abril de 2012

Medios

“¿hay algo que asuste más que el infierno? […] Y, sin embargo, la gente hace maldades. El miedo no frena a la gente en todas las cosas…”
Vargas Llosa



-Porque, en definitiva, escucha lo que quiere escuchar…- se detuvo para sorber de su vaso, derramando unas gotas sobre las comisuras de los labios y secándolas delicadamente con su pañuelo- lo demás, lo deja pasar, cae en esa nada de la hoja cortada del calendario, de los días muertos...- allí, como siempre que se lucía ante su novia, se quedaba estática, paladeando esa sensación fresca en la garganta.
El resto de nosotros estábamos absorbidos, sujetos a los movimientos lentos con que ella se acercaba un cigarrillo a la boca, lo encendía y continuaba el relato, dejando salir unas volutas de humo blanco por la nariz.
-Entonces, no me quedaban demasiadas variantes para salir del apuro. Comerme el orgullo, desoír o hacerme la que desoye, o iniciar un combate del que seguro saldría mal parada- la respiración de María regulando como un motor se había acomodado sobre su hombro derecho y hacía resbalar una ventisca sobre su escote. “Estúpida” pensó “se aburrió, es como una nena o un cachorrito, si pierde el centro de atención, se duerme”. Pocas veces había tenido tantas de ganas de llevársela a casa a dormir bajo el cobertor azul y mirarla patalear en sueños.
-¿y qué hiciste?- Mariano, ansioso, en su último hálito antes de una tos estruendosa.
- Me acerqué a la cara de Ramírez, casi hasta chocarme, con cara de furia galopante- las pausas de su relato era tan estratégicas como predecible para sus interlocutores- dejé salir el aire y me dí vuelta- dijo acariciando a escondidas el muslo de María.
El relato causo sorpresa y risas generalizadas, nadie podía entender estas actitudes temerarias pero correctas. El comentario generalizado era que María la había ablandado ¿Cómo explicar si no su comportamiento? ¿Quién no recordaba sus proezas destructivas en las huelgas o en el colegio de las monjas?


A la derecha en La Rioja, media cuadra, la escalera de mármol, abrir la reja azul y la puerta de madera oscura. Sentir como el saco de lana resbala sobre el barniz seco, descascarándolo un poco más y escuchar la bronca de tía Celia, en ausencia, en el crujido de las hojas de tilo secas que se meten con el viento. “Ah, la deliciosa rutina de Marzo” dejó caer todo lo que llevaba encima sobre la cama, extasiada por el sol tibio de las diez, por el olor a limón que reinaba en el piso, por el sonido casi apagado de la radio. Luego de desayunarle las galletitas a la tía, encendió un cigarrillo y se recostó en el sillón del comedor, la voz del locutor anunciaba ahora los caballos que correría esa tarde en Palermo, San Isidro o La Plata ...¿acaso importaba? Por la puerta entreabierta de la pieza, justo en el ángulo en que se había sentado, se veía el cobertor azul, tensamente tendido sobre la cama. Pero María no estaba.


-Nunca se supo bien como fue la cosa- me dijo esa vez el negro Silva- vos viste como era la vieja esa podrida. Y encima lo de María era inconcebible para ella- ya era octubre o algo así, yo estaba de paso por El Hipopótamo y lo crucé. María estaba hace una mes viviendo conmigo…- La cuestión es que, parece que Andrea se cansó de aguantarla y de golpe y porrazo la vieja apareció fiambre. Se había caído, en teoría, por la escalera esa de mármol que tenía en la casa ¿viste? Y plaf, chau vieja, Andrea con casa y María- siempre las onomatopeyas, pensé- pero después no supe más nada, de hecho esto me lo contó casi en confidencia Toti ¿Sabías algo vos?- yo estaba con la vista perdida en un coche que iba pegado a un colectivo, casi chocando, contesté sin compromiso que algo sabía, pagué el café y salí.


- Pero ¿y entonces? ¿no ves que ahora podemos estar tranquilas? ¿no ves que ya podemos vivir juntas? ¿qué más tengo que hacer?- la voz de Andrea era tranquila, casi arrulladora. Mal signo. María se recogía el pelo y la miraba como extrañada- A mí me gustaba cuando hablabas poéticamente y me dejabas dormir en tu regazo. Matar viejitas no te da mucho sex appeal que digamos…- y agregó resoplando- Por favor, salí, andate, dejame en paz. Ya no quiero nada con vos- y se levantó de la silla, empujándola a la puerta de salida del departamento, sin darle chance de nada. Yo había escuchado la conversación desde lejos, casi asustado, me escondí en las escaleras del segundo piso.


Osvaldo Martínez, como cada mañana en el estudio de Radio Nacional, se tomó el café y se aclaró la voz. Bromeó con el operador sobre el partido de Racing del jueves y acomodó milimétricamente cada anuncio y letras que tenía para esa mañana. La luz roja se encendió y dijo suavemente: “Bueno, queridos oyentes, estamos aquí con nuestro cronista policial Armando Maisterra. Hoy con la noticia, Armando, de una novedad en el crimen del periódico El Mensajero ¿esto es cierto?” y su grueso colega del otro lado del teléfono “Sí, claro, en primer lugar buenos días Osvaldo. La novedad es que se encontró occisa a la supuesta asesina del editor Rubén Ramírez, a la fotógrafa Andrea Mulertea. Aparentemente habría ingerido gran cantidad de pastillas y fallecido durmiendo en su hogar…”


Apagué la radio, por suerte María dormía, me levanté sin despertarla y me senté en la cocina con una taza de café y El Mensajero. Tenía una banda negra cruzada en el vértice izquierdo de la tapa. Pinté el triángulo que formaba con la birome azul y lo abrí, esperando que hubiese crucigrama.

martes, 17 de abril de 2012

El Círculo de los Indefectibles (larga y tediosa predicción circa 2008)

Éramos niños. Gritábamos, jugábamos, pensábamos como niños, pero teníamos muchos años para eso. Teníamos la certeza de tener la razón, la ignorancia propia de la pedantería intelectual, los libros que nos mandaban a leer. Pintoresco tal vez, el Círculo de los Indefectibles se había conformado como el único elemento de cohesión entre nosotros. Cada cual cumplía, ineficazmente, sus obligaciones académicas y semanalmente nos reuníamos, así se había planteado al principio. Luego las reuniones se hicieron más asiduas y el cumplimiento universitario aún más escueto. Musso era el ideólogo del círculo. Era un tipo raro, el menos academicista de los cinco, el que más había leído sin embargo.

- Escúcheme, Lara- (nos tratábamos de usted por ser elegantes o algo así)- tengo la solución a todos nuestros problemas, en la palma de mi mano. Reúnase al grupo en el bar de Juan Carlos en una hora. Es muy importante-la voz oscura y temblorosa de nuestro líder se oía alegre ese día. Reuní a duras penas a todo nuestro “ocupado” grupo luego de unos cuántos llamados, interrumpiendo lecturas, sesiones amorosas, sesiones de jazz y siestas.
Finalmente, estábamos todos en el bar, menos Musso. Tanto Klageman, como Edelstein se mostraban ofuscados por la ausencia de quien, en teoría, pues ahora dudaban de mi palabra, y Irrazabal, tal vez por no tener nada que hacer, se mostraba más bien alegre de ver a todo el círculo reunido. La charla con el sector más reticente a esperar, se volvía más y más incómoda, y yo me había resignado a dar por terminada la malograda reunión. La puerta de vidrio del bar se abrió y entro, bajo un sobretodo de piel de camello extrañamente elegante, Musso. Se veía alegre y traía un libro de Kafka bajo el brazo. Se sentó, luego de estrechar en silencio nuestras manos, y pidió un café americano.
Nos mirábamos y esperábamos la buena nueva. Luego de sorber un trago de la blanca taza, y harto ya de intrigas, Edelstein preguntó- ¿se podrá saber cuál es la solución mágica que tanto ha promocionado?- y miró nuestros rostros circunspectos. Luego de una corta pausa, el líder, nunca así proclamado, se dirigió a nosotros con grandilocuencia y con un tono extrañamente forzado hacia el populismo- Toda mi vida me he considerado un tipo inútil, hasta un eterno vagabundo de la nada, pero entre ayer y hoy las cosas han cambiado. No es que yo haya cambiado, sino que la situación en que me encuentro ahora posibilita una nueva visión. La cuestión es la siguiente: el martes ha fallecido mi abuela Irizkana y nos ha dejado una fortuna en propiedades y dinero metálico a mí y a mis hermanos. Todo el acerbo de una vida de negociados y quien sabe que otras oscuridades- nosotros no supimos que decir y optamos por callar colectivamente, mientras en su pausa Musso bebía la soda de un ínfimo vasito- Mis hermanos comenzaron una disputa por ese legado, yo me limité a pedir una sola propiedad y dejé el resto de los asuntos en manos de mi padre. Mis hermanos accedieron y me dejaron, además de mi pedido, una modesta fortuna. Ahora levantemos nuestro cuerpos y síganme- y nosotros, silenciosos y mansos ante la incertidumbre, lo seguimos y dejamos que pagase por nuestro café.

Caminamos algunas cuadras sobre la avenida, yo iba adelante con Musso. Caminábamos rápidamente y discutíamos en dos grupos. Él y yo nos abocábamos a la inutilidad del carril para bicicleta inaugurado recientemente y los que iban detrás nuestro polemizaban sobre un nuevo hallazgo de la ciencia. Parecía que los ratones podrían volverse animales de tiro en los subsiguientes años si les inyectaban y les trocaban el árbol genético con algún componente humano. Llegamos a un portón entre dos hileras de rejas cubiertas de madreselva, desde el interior se escuchaba el sonido del trabajo. Entramos y recorrimos inseguramente un caminito de lozas que cruzaba un ancho patio verde y descuidado. Al final se veía una escalinata, luego de la cual se erigía una casa rosada con dos altas columnas invadidas por una hiedra muy espesa. Sobre el techo de la casa un obrero saludó efusivamente a Musso y le mostró con orgullo el cartelón de madera con letras doradas de bronce que luego amuraría a la fachada del caserón: “Los Indefectibles”- Señores, este será nuestro hogar, la arcadia de todas mis anteriores profecías, aquí podremos pensar libremente y vivir sin los molestos efluvios de la modernidad- se veía en los ojos del dueño de casa una gran ilusión, como de joven recién enamorado- aquí- dijo luego de pasar una gran puerta de madera con un vitreaux y entrar en un enorme salón circular de baldosas blancas y negras- estaremos como nos plazca. Haremos lo que nos plazca. Esa- señalando una puerta verde y alta- será tu habitación Tapia, la puerta roja será la de Edelstein, la cuarta puerta pasando la biblioteca será la de Klageman, y usted Pinto tendrá aquella puerta pasando la cocina- nosotros asentimos con un gesto de cabeza- Antes de que sigan caminando, síganme a la biblioteca- y lo seguimos. Toda la casa estaba cubierta de una capa negruzca de polvo y olía a humedad, en todos lados se veía a obreros abriendo ventanas para que entre el viento y pintando. La biblioteca era un gran cuarto revestido en madera con vitrinas donde se veían antiguos tomos y un largo escritorio rodeado de sillones mullidos de cuero negro, tenía un gran ventanal que daba al jardín. Junto al ventanal descansaba una mesita con un florero sobre ella, Musso la corrió y levantó la esquina de la pesada alfombra que reposaba bajo ella descubriendo un aro de metal sobre la monotonía del piso de pinotea. Levantó la manija, elevando así una puerta que dejaba ver una polvorienta escalera. Bajamos los angostos escalones y una luz deshizo la oscuridad y nuestras pupilas, descubriendo un salón rodeado de una bodega con una infinidad de botellas en las paredes. Era el ambiente menos lujoso que habíamos visto, sin embargo se me hizo el más acogedor.-Este- interrumpió el atónito silencio Musso- será el cuartel general del Círculo, aquí se discutirán las cosas más importantes, los asuntos que afectan directamente a nuestra benemérita organización-tosió un poco, quizá por el polvo y continuó- aquí sólo ingresaremos todos juntos- jubilosos entonces entonó, espontáneamente lo acompañaríamos, la Marcha de San Lorenzo, nuestro himno de guerra.

Los días subsiguientes fueron ajetreados. Ayudar en la limpieza y ordenamiento de la casa, conseguir aportes para la biblioteca y poner a punto nuestros cuartos y mudanzas. El martes en que se cumplieron dos semanas del fallecimiento de Irizkana, la casa estaba lista y nos dispusimos a degustar un banquete inaugural. Sobre el salón de baldosas blancas y negras una mesa sobre caballetes, posaban en ella pizzas, embutidos, carne, salsas y botellas de vino se dispusieron. Luego nos sentamos alrededor y en la cabecera, Musso. Comenzamos a comer y, luego de un rato, una etílica jovialidad nos invadió. Se vió interrumpida por un timbrazo, al que Musso inmediatamente y saltando de su silla fue a atender. Nosotros no le dimos mayor importancia. Luego de un rato, volvió el jefe de la organización, con un muchacho algo más joven. Era alto, pelirrojo y vestía elegante, un ambo marrón. Se lo notaba nervioso y le tendimos un frío apretón de manos. El hombre de la cabecera se veía nervioso- Él es Claudio Muschiaretti, un estudiante de antropología en quien veo a un promisorio futuro miembro de la Organización- y continuó aún más tembloroso, dirigiéndose al muchacho- Coma, coma, hable con confianza estamos entre camaradas.
La comilona continuó. El novato se mostraba tímido, sobre todo ante las miradas desconfiadas de Klageman y las inquisiciones malignas y tendenciosas de Edelstein. Pero, con la ayuda de un descomunalmente agradable Irrazabal, terminó por volverse más bien dicharachero. Atribuyo también parte del mérito a un delicioso borgoña que habíamos traído del sótano. Tenía por apodo Zan, que provenía del obvio y vulgar “zanahoria”, y estaba particularmente atraído por algunos planteos del materialismo dialéctico. Me pareció, y en esto coincidió Edelstein, un joven más bien vulgar. Tal vez era el par de años de diferencia lo que motivaba tal opinión, Irrazabal atribuyó el accionar del muchacho a los nervios, Klageman lo acompañó en su parecer. Todas estas impresiones las poníamos de manifiesto mientras el muchacho recorría la casa con Musso. Pasados unos minutos, ambos volvieron y fue él quien, dejando al novato en el quiosco del jardín donde beberíamos un poco de cognac para terminar la noche, nos instó a ir al cuartel general. Bajamos, sin demasiado interés en lo que pasaría, la escalera y nos sentamos en la mesa redonda, esperando, como de costumbre un desmesuradamente largo discurso del dueño de casa. Este nos sorprendió con un corto - ¿y que os parece? El muchacho es un prodigio en la universidad y además...- calló, esperando nuestra respuesta. Edelstein con su voz aflautada empezó a decir- Verá, yo creo que...- lo interrumpió Klageman- ¿ no es un poco apresurado evaluar su inclusión? El muchacho está ahora congelándose en el jardín, terminemos la velada y mañana lo discutimos en el desayuno. Yo no tengo voluntad de argumentar ahora. Irrazabal asintió y yo también lo hice, en ultima instancia, no había hecho más que poner de manifiesto lo que todos pensábamos. Musso era atolondrado y terco cuando tenía algo así en la cabeza. Cuando, antes de tener un cuartel, intentó meter en el círculo a aquel taxista, Alvez, también fue difícil argumentar en su contra y además soportar sus amargos y lentos soliloquios sobre lo poco que atendíamos a sus pedidos. A punto estaba de comenzar este proceso, cuando se escuchó un ruido de muebles corriéndose sobre nosotros. Edelstein se acercó a la puerta trampa y empujándola no pudo levantarla. Me acerqué a ayudarlo y descubrí que tenía un peso enorme sobre sí, todos nuestros esfuerzos fueron vanos. Algo estaba trabándola, clausurándola desde arriba. Esto genero nervios, pero más nervios produjo escuchar una gran cantidad de pasos en el piso superior. Parecían por lo menos seis o siete personas. Se movían rápidamente. Luego oímos un motor a la altura del garage al costado de la casa. Comenzamos frenéticamente buscar una salida, menos Musso que se sentó a beber amargamente, esperando nuestros justificados y acerados reclamos e Irrazabal que se había dormido profundamente en su silla por la borrachera. Movimos todas las botellas y descubrimos todas las paredes y el techo del sótano, para descubrir que no había salida. Edelstein empezó a respirar mal, tener unos ciertos espasmos, y se sentó en el rincón más oscuro del sótano. Klageman dejó atrás todo el ceremonial que lo había unido al grupo- Musso- le dijo mirándolo a los ojos- sos un imbécil. Toda la vida lo has sido, todo este camino hasta aquí ha sido allanado por tu estupidez- siempre usaba esta terminología al putearlo. Yo me dispuse a buscar un sector del techo sobre el cual no hubiese nada, para golpearlo y romperlo hasta salir, no soportaba este momento- Creés que sos el líder de un ejército, pero no sos más que el organizador de un par de cenas entre fracasados y un libro inconcluso de charlas- Klageman, comenzó a beber de la misma botella que su “líder” y se sentó junto a él. Ambos se quedaron en silencio escuchando los pasos y yo luego de escuchar lo pesados que sonaban esos pasos, me senté junto a Edelstein, para esperar el silencio antes de intentar salir. Se veía muy mal, ahogado, nervioso, asfixiado por todo. Escuché un grito muy corto. La camisa impecablemente de blanca de Musso estaba teñida de sangre, Klageman depositaba rápidos y fuertes golpes con un cuchillo corto sobre su pecho.

Habrán pasado unos quince minutos en lo que sólo se escuchaba la hoja penetrando la carne muerta de Musso, los ronquidos de Pinto y los pasos en el piso sobre nosotros. Se escuchó entonces un motor, se habían ido. Klageman se acercó a la puerta trabada y luego de intentarlo un par de veces me dijo con la mirada perdida- Ayúdeme Lara, rompamos algún sector del techo para poder salir…- me tendió la mano para ayudarme a levantar y me dio un pesado trozo de hierro que había encontrado en las estanterías. Golpeábamos en silencio el sector inmediatamente superior a la mesa redonda, parados sobre ella. La madera era dura y difícil de quebrar, pero mi desesperación por huir del tétrico lugar me daba fuerzas sobre humanas para roerla. En medio de la tarea (la madera empezaba a ceder) ví a Irrazabal ayudar a Edelstein a respirar y darle consuelo en esta terrible situación. Finalmente, logramos abrir un hueco y, trabajando los cuatro juntos, lo hicimos lo suficientemente ancho para poder salir. Desmontamos las estanterías y las amontonamos y llegamos al piso superior, subiendo sobre aquel inestable montón de tablas.

En el piso superior no quedaba nada. Muy pocos minutos les había demandado llevarse hasta la comida sobrante. Se veían algunas huellas embarradas sobre el piso. Irrazabal miraba a su alrededor como buscando una explicación. Edelstein había salido al jardín en busca de aire, Klageman lo siguió. Yo me acerqué a la puerta de mi cuarto…nada mío había quedado. Me sentí deshecho y me largué a correr hacia el patio. Allí luego de un rato de lamentaciones y mudez triste, nos juntamos los cuatro indefectibles que quedábamos. Klageman fue quien cortó tanto silencio- Señores, creo que bajo estas circunstancias nos vemos obligados a dar por finiquitada la vida del Círculo. O al menos de esta formación del círculo ¿alguno de ustedes querrá tomar la posta de organizador?- se veía en sus ojos el arrepentimiento y la soledad de quien asalta el poder demasiado tarde. Todos callamos. Klageman no hizo más que rociar el caserón con un bidón de nafta que sacó del garage y darle fuego. Empezamos a salir. Edelstein se fue primero, sin saludar y dejando el portón abierto. Irrazabal y yo íbamos saliendo, cuando vimos como el pesado cartel se desprendía de la casa y caía pesadamente sobre Klageman matándolo. Estaba chamuscado e ilegible.

Nunca más supe nada de ninguno de ellos, supongo que los que sobrevivimos maduramos.

viernes, 13 de abril de 2012

Hellses

Martín observó ante sus pies un largo y claro pasillo pintado de beige. En el fondo un mostrador a tono y miles de papeles. Seguía confundido. No sabía muy bien que hacía allí, solo recordaba flashes confusos de un choque y vidrios y sangre. Algo sobre dinero y un robo. Máscaras negras y algunas balas caídas.
Ahora se acercó al mostrador detrás de él, tres hombres y dos mujeres sudaban delante de un pequeño ventilador de pie. Tomaban de un mate de chapa y discutían ruidosamente, parecía que no tuvieran nada que hacer. El calor era más y más intenso. Los montones de carpetas y papeles se sacudían un poco cada vez que el ventilador se volvía hacia ellos. Unas horribles máquinas emanaban calor y proyectaban una serie de letras amarillentas en una pantalla negra. El tiempo pareció detenerse. Por unos ventanales a través de unas persianas añejas entraban hilos de sol.
Nadie se percataba de su presencia. Carraspeó un par de veces e incluso caminó con la intención inútil de producir sonidos con sus pies sobre el brilloso suelo. Pasaban los minutos y decidió dar un pequeño golpe sobre el mostrador, que pareciera incidental. Como si hubiera accionado algún mecanismo secreto los miembros del aquelarre del mate se dieron vuelta, ofuscados. Uno de ellos, hombre y con una prominente nariz que sostenia unos ínfimos lentes se acercó – No tiene necesidad de ser grosero, al fin podría esperar. Dígame ¿por que viene?- y le clavó dos pequeños y malignos ojos sobre su existencia. No supo como contestarle y balbuceó lo poco que entendía en el momento. – Su nombre. Por favor- le dijo harto el humano bajo la camisa rayada. – Martín Argañaráz-. Tecleó en el aparato antiguo y caluroso. Fecha de Nacimiento. DNI. Estado civil. CUIT. Domicilio. Teléfono, todo se lo dijo al amorfo personaje que tecleaba rápidamente y con un dedo…
Pasó un rato largo hasta que finalmente le dijo – Argañaráz, usted viene por un DAD-048. Está para salir ¿Ya trajo la forma 798-g?- le dijo como diciendo una obviedad, casi como afirmándolo. Martín no la tenía, de hecho no tenía idea de que demonios era eso. – Ah no, sin la 798 no podemos pasarle el trámite. Tiene que conseguirlo ¿Trae encima el DNI?- revisó sus bolsillos y lo encontró.- Sí, acá está- contestó casi alegre. –Muy bien vaya al 6 piso oficina 337-h y pida la forma 798-g. Tome este pasillo hasta la escalera Oeste 2-.
Martín sólo quería alejarse de las risas macabras que se burlaban de su error a sus espaldas. Subió las escaleras, entrepiso 1, piso 1,2,3, entrepiso 2, piso 4, entrepiso 2b, piso 5 a, entrepiso 3, piso 5 b, piso 6. Había pasado un largo rato, desde que estaba en las escaleras, pero llegó. Se cruzó con un viejo barbudo, caminaba lentamente y daba un lamento a cada paso. – Disculpe, ¿la oficina 337-h?- le preguntó ilusionado. El lastimero hombre se acomodó un poco la barba y le contestó- Está en aquel pasillo- señaló uno de los cinco a la izquierda- ¿Por qué está aquí?- inquirió como recompensa por tan incierta información. – una forma 798-g o algo así- el hombre resopló y dijo pesadamente – Al menos tenías que estar acá yo estoy por un error de sistema hace años, espero que me saquen, chau y suerte, eh- y le palmeó la espalda antes de alejarse.
Horas pasó buscando la oficina y finalmente la encontró. Una ventanilla y tres personas frente a ella. Uno llevaba pata de palo y larga barba, otro una larga cicatriz en la frente y un largo capote, y el tercero una sotana sobre una abultada barriga. Reinaba el silencio, pero en el interior del cuarto con la ventanilla, se oía una radio y el tecleo. El hombre de la sotana se acerco a la ventanilla pasando a los otros dos, le murmuró algo imperceptible a la mujer bizca que la atendía y lo dejaron entrar por una puerta lateral. El hombre de la pata rosada agradeció y se fue llevando en su mano una especie de plano para llegar a la oficina 899. El encapotado sólo recibió en silencio una forma rosa y la llenó rápidamente, para huir luego entre las sombras de la luz fluorescente entubada. Saboreó llegar a la ventanilla y apenas se apoyó en el bordé de ella se cerró una hoja vidrio ahumado antes sus ojos. Sobre ella un trozo de papel rezaba “Horario de atención 11:30 a 14:30” miró su reloj, eran las 14:31. Golpeó la ventanilla hasta que la abrieron y la mujer bizca se limitó a mostrarle su reloj y decirle “cerrado”, antes de golpear nuevamente la hoja hacia abajo.

Agotado, se sentó en una banca junto a la ventanilla. Sudaba terriblemente y el calor aumentaba. Alguien tiró un diario al cesto junto al asiento . Cristo: “ya estamos ganando”, el único titular.

Martín encendió un cigarrillo y se resignó al infierno

jueves, 12 de abril de 2012

EL PERRO (Circa 2008)

Dedicado a Marzeu Lazovic por su incondicional aporte a mi escritura



Estigarribia no había dejado nada. Se había ido de este mundo, en la incomodidad de su catre frío, sin olvidar más que su cuerpo obsoleto. Cabeza de su paupérrima familia, el líder de su clan de condenados nada había quedado en su partida que lo materializara. Sólo el perro. Era un cuzco blanco y negro, de cabeza amplia y patas cortas. Absolutamente inútil, el animal había pasado una temporada de tristeza en la víspera y en las exequias de su dueño, para luego caer en la misma tendencia a ser molesto que parecía ser su razón de vida.

Los habitantes de la casa Estigarribia no eran para nada seres educados. Cultivaban la paciencia de una vida inútil, entregada a la búsqueda del dinero y al descanso en el tedio inconsciente de la televisión. Enrique era el hijo menor de los cuatro que había tenido el patriarca del conventillo del Once. Trabajaba en la limpieza de un shopping doce horas todos los días, ocho los fines de semana, siempre había tenido ganas de estudiar algo. No sabía que, más bien tenía inquietudes que no compartían quienes cohabitaban su casa y el cuarto en el que dormía. Intentaba leer en las pocas horas que tenía entregadas al descanso, procurando no ser aturdido por los gritos del cubo molesto que reunía a la familia. Así se adentraba en los escándalos de la política local, en historias de desfalcos gigantescos en Europa, en los adjetivos tendenciosos que la prensa arrojaba a algún centrojás. Alguna vez, cuando la oportunidad se daba y la fortuna lo permitía, un libro lo deslumbraba y se dejaba leer. Recordaba con cariño el día en que, con vergüenza y sigilo, había robado un libro en ómnibus camino a casa. Una mujer gorda iba dormida en el último asiento, de su cartera escapaba un tomo de tapas rojizas y no demasiado voluminoso. Antes de bajar lo sacó con delicadeza y lo puso en el bolsillo derecho de su sucio pantalón. Había llegado a casa sin sacarlo de allí por temor a ser visto.

Pero Enrique trabajaba, más que nada, yugaba. Sus horas se debatían junto a un gran carro de basura en el montacargas o limpiando los pisos de un estacionamiento subterráneo. En las temporadas invernales veía el sol a cuentagotas los fines de semana. Volvía a casa molido a tratar de pasar el menor frío posible y a esperar que sus compañeros de cuarto no fueran demasiado ruidosos cuando llegaran entonados de sus jornadas a la pesca de metálico.
Fue un jueves, más bien la madrugada de un jueves. Los coches apenas se escuchaban y un frío como de viento afilado invadía el pequeño cuarto en donde se ubicaba el calefón y la ducha, Enrique lo encendió y fue a la cocina en busca de una taza de té que consolara su gélido cuerpo. Esperaría unos minutos a que hubiese agua caliente para asearse.
Cruzaba el patio del centro de la casa con apremio, buscando su pantalón gris que debía estar tendido secándose, sobre sus tobillos se abalanzaba con desesperación el estúpido perro. Giraba el morro sobre sus pies, llenándolos de baba. Se bamboleaba y agitaba la cola, corría frenéticamente en un espacio ínfimo, dejando escapar unos bufidos agudos que taladraban sus oídos. Cada mañana es lo mismo, pensó, parece que se empeña en recibir golpes. Tomó un trozo de manguera y le golpeó, varias veces, la espalda al estúpido animal. Este no pareció recibir ninguno, su rostro peludo y baboso no cambió en lo más mínimo. La irritación invadió a Enrique y en un momento de total exasperación tomó un pesado caño de plomo del suelo y comenzó a golpear al animal, que lanzó algo similar a un ladrido y mostró los dientes. Terminó por darle un golpe en el hocico. El animal se apartó.
Luego de su té y ya más tranquilo, vio el morro del animal tinto en un mezcla rojiza de sangre y baba. Decidió que debía matarlo, que no podría soportar un resople más de ese cánido imbécil, sintió placer al imaginarlo aplacado a fuerza de golpes.

Trabajó todo el día. Llegó a casa dispuesto a tomar un baño y a leer un libro que su jefe le había permitido llevarse, luego de que pasara dos meses en “Objetos Extraviados”. El olor a vejez prematura que destilaban sus páginas algo amarillentas se le hacía casi placentero. Entró a casa y dejó sobre la mesa “Yerma”, esperando de su madre un beso y un plato de polenta. Siempre expedita, su rolliza y oscura madre parecía hoy apoderada por una lentitud extraña. Se acercó a él, tenía la voz tomada y la cara oculta tras una cortina de pelo oscuro. Le dio su plato y lo saludó sin demasiadas palabras, parca, se sentó en la silla a su lado a mirar el noticiero. El vio unas cicatrices rojizas y alargadas en su cuello y un golpe morado sobre su ojo. Dejó el plato sin tocarlo. Salió a caminar, no podía quedarse. Su vecino el profesor Rodalina le contó la escena. La madre de Enrique había ayudado a su hermana a huir esa tarde a Puerto Madryn. Rosa, era inmediatamente mayor a Enrique, estaba partida por largos meses de ejercer el más antiguo de los artes. Los hermanos mayores, Rulo y Carlos, se asían de las escuetas ganancias y las empleaban en “milagrosos y ventajosísimos” negocios, por eso habían llenado de manos el cuerpo de su madre. Al volver, observó como comían con fruición y desatentamente, mirando bailes en la tevé, junto a su madre.

Tomó su bolso azul y cargó en él lo poco que poseía, apenas cinco libros y ropa de trabajo. Se abrigó y salió por la puerta principal, sin ser advertido por sus parientes. La noche abovedada cubría las avenidas y los coches. Caminó sin pensar demasiado hacia donde. Sólo al llegar a las vías observó como lo seguía el perro blanco y negro, le arrojó una piedra y continuó su camino.

miércoles, 11 de abril de 2012

Mármoles

“O truant Muse, what shall be thy amends
For thy neglect of truth in beauty died?”
William Shakeaspeare (Soneto XXXV)


-¿Realmente crees que sos tan importante?- rugió Vicente- Estoy harto. Chau- y dejó caer
con fuerza el tubo del teléfono. El sonido lo hizo caer en cuenta de algo, realmente ella eraasí de importante.
Se sentó y miró a su alrededor…La mañana se extendía como una marea blanca sobre todos
los objetos sobre el piso de madera. Tenía que terminar el trabajo para Geuburs en tres días y no tenía nada más que cinco bloques de mármol. Cinco cubos inexpresivos que cortaban
el aire con sus aristas lisas.

Primero fue la desazón, esa horrible sensación de tener la culpa del propio naufragio.
Luego, devino en bríos furiosos, detuvo su marcha derrotada y se puso a trabajar, después
de todo, de eso vivía. A cada golpe de cincel, se decía para sus adentros:- yo estudié, yo
sé que la inspiración no existe- y mientras se secaba el sudor plagado de polvo blancuzco-
tendré que abandonar estos romanticismos ridículos, tal como lo hice con ella.

Dos días. Dos días sin interrupciones, parando únicamente para comer lo necesario para no
desfallecer. Cuarenta y ocho horas de roer la piedra buscando generar vida., de pensar en
lo que faltaba para entregar los trabajos. Ese jueves por la mañana se sintió casi completo,como reconfortado por su capacidad de olvidar.
Durmió seis largas horas, el cansancio le hizo olvidar el hueco junto a él en el colchón,el
ruido de la avenida y hasta el golpe del tubo sobre el teléfono negro. Despertó renovado,
como atento a cada movimiento de los árboles por el viento. Llamó a Geuburs, le pidió
que vinieran a buscar las obras y el hombre rollizo al otro lado de la línea le manifestó su alegría por el profesionalismo que había manifestado -¿Qué palabra rara “profesional”?-
pensó él mientras escuchaba intentando asociarla a su nombre.

Limpio y triunfante miró las obras en su taller. Estaban muertas. Estériles cubos disfrazadosde árbol, de mujer, de niño, de ave y de caballo. Cada una que miraba, acentuaba más la muerte. Deseó destruir todo, tomar la maza de tres kilos que descansaba en la esquina del cuarto y destrozar todo. Pensó en las veces que había hecho esto. Pensó en el hambre,pensó en ella. Se sentó apoyando la espalda en la pared y miró como las
hojas de un árbol real dibujaban su sombra sobre las piernas del niño muerto. Sus ojos eran
de mármol.

Los fleteros llevaron con cuidado las obras, el viajó con ellas en la parte trasera del camión.
Escuchando el sonido de sus voces y el de una radio incomprensible. La visión se perdía
en el avance del camión, tuvo la impresión de que la ciudad entera había sido alguna vez
esculpida por el, de que la sangre de todos se vertía en el sumidero de la rutina.

Ya en la galería Geuburs lo recibió. Lo sentó en su oficina finamente decorada (fría) y lo
hizo esperar mientras hacía acomodar sus obras. El ambiente se le hizo insoportable. Las
paredes pintadas de morado se volvían sobre su cuerpo desgastado por el trabajo sin pausas,
unas pinturas horribles lo miraban juzgándolo. La mujer pelirroja desplegada sobre el
diván, se esforzaba por esconder su lujuria a los ojos del escultor. Se paró él, caminó sobre la moqueta y cerró los ojos, dando círculos. El sonido de un cuarteto de cuerdas que reinaba en el despacho del curador, parecía echar sobre el dieciséis látigos en Mi.

El hombre gordo volvió. Su cara rojiza lucía una sonrisa estirada con ganchos en los
pómulos grasosos. Hablaba rápidamente y emocionado, pensaba en el éxito de su
exposición. El escultor seguía oprimido por la mirada de las pinturas. Escuchaba, pero
intentaba olvidar que quien le hablaba era dueño de todos miembros repartidos en el cuarto
y en la galería entera. Geuburs estaba confundido por la falta de atención que recibía, él
se disculpaba, atribuía esto al trabajo de estos días. Sí, visitaría a su hija, no se preocupe Geuburs. Sí, estamos algo distanciados con mi mujer, pero son cosas que pasan (comopasan las estatuas de las ciudades). Dio un apretón de manos al curador. Se miraron, el hombre gordo le puso ojos paternales como de compresión y de falsa paternidad putativa a
la vez, el escultor no hizo caso.

Antes de tomar un taxi para volver a su casa, a la cripta de sus anteriores creaciones, se
detuvo a mirar su mujer de piedra. Tenía las piernas cruzadas y parecía no entender nada.
Sólo le pidió un favor al curador-Póngalas a nombre de un seudónimo- el curador lo miró
algo sorprendido, a decir verdad el escultor nunca había utilizado un seudónimo- Elija el
que le plazca, no importa demasiado el nombre-. El traje marrón se movió en el aire para
detener la salida del tallador- ¿por qué quiere usted un seudónimo?- inquirió tímidamente,
la curiosidad agusanaba sus vísceras comerciales. –No es nada, es por si viene ella- dijo
Vicente antes de subir a un taxi lujoso del centro.

Geuburs quedó sorprendido de la importancia que tenía su hija. Se acercó a las obras y
escribió en los trozos de cartón que pendían de un piolín en cada escultura y escribió,
con la Parker negra, tachando el nombre de Vicente, “José Farbik”. Luego sus empleados rearmarían los carteles.

martes, 10 de abril de 2012

No-ve-l-d-ad


La cultura és com el sucre; encara que n'hi hagi poc dóna dolçor.
(La cultura es como el azúcar; aunque haya poca da dulzor)
Proverbio Catalán


- Buenas tardes a todos- Eyzaguirre se acomodó en su asiento frente a nosotros, tapando
apenas el borde de la gigantografía del anuncio de su novela, un cartelón de plástico
violáceo con su nombre en letras doradas. Otro de los detalles que seguramente él había
sugerido- En primer lugar les quiero agradecer su presencia, era muy importante para
mí y para la gente de Editorial Rex que hizo tanto por mí y por la novela que viniesen.-
Junto a él sentada recta como una estaca, su asistente (bah, la asistente que Rodríguez le
puso), una muchachita joven y de ojos rasgados dejaba caer su pelo prolijamente sobre
un traje negro.
El Gordo se ladeó hacia mi hombro y me dijo muy bajo- Este está encadenado a
la china, por ahí hasta se la lleva a la cama- apenas pude contener la risa. Rafael
Eyzaguirre luego de una retahíla de agradecimientos, pasó a lo importante- Convocamos
a esta conferencia en principio para presentar la novela, pero una circunstancia
extraordinaria nos trastocó la idea primaria. Voy entonces en primer lugar a contestar, y
refutar, la crítica aparecida en la revista “El correo del Czar”. La firma, casi burlándose
de nosotros, un hombre con el seudónimo de Capitán Reyes. La interpretación
de “El Eremita” que este hombre hace no sólo es errada, sino premeditadamente
malintencionada- el vasco acomoda la base del pequeño micrófono y se seca con un
pañuelo la ancha frente sudada- Nunca fue nuestra intención hacer una apología de las
drogas, en absoluto. Esta novela, que esta basada en una época difícil de mi vida, es una
búsqueda de un hombre por encontrarse con su propia verdad, con las marcas que su
alma lleva ocultas, con ese grito primal. Ni siquiera se hace alusión a las drogas, todo
lo que parece uso de alucinógenos está allí para mostrarnos lo alejados que estamos
de nosotros mismos y lo adormilados que estamos- cuando se pone hablar en tercera
persona me revuelve el estómago.

-Menos mal que tienen a ese arquero Cisneros- me dijo ladeando la boca en una sonrisa
irónica Nicolás- si no, se comían cuatro el domingo…
-Cuando nos hagan cuatro avisáme- le contesté sin demasiada creatividad- Además
seguimos punteros tranquilos. Tráeme un café, dale, laburá un poquito…¿vos que
querés Gordo? Entonces, dos cafés- el muchachito se perdió entre las mesas, con la
réplica frustrada mordiéndole los labios.
-El vasco se pasó de rosca- me dijo mirando la calle por el ventanal lacónicamente- era
evidente que esa era su historia en Perú. Todos lo sabíamos- se arremangó la camisa
amarilla. Traté de responder a su plática, buscando que dejara de mirar a una chica que
esperaba el colectivo en la esquina de Maipú y la Diagonal - Lo que es admirable es
la movida que hicieron los de Rex para limpiarlo al tipo de su aura maldita- Nicolás
me interrumpió dejándome los cafés y el Crónica abierto en la página de deportes “Un
virrey salvó a Ferro”, no respondí- A este lo conocemos hace rato gordo, sabemos que
siempre fue un chanta. Ahora lo tienen atadito con la china esa y con esa onda gurú de
la autoayuda, pero no deja de ser el mismo con el que discutíamos todos los días cuando
llegaba tarde o pasado de rosca- al fin había apartado la vista de esa pobre rubia que
había subido al 9 y se acodó en la silla que tenía a su lado. Desajustándose al principio
la corbata, finalmente se la sacó y se abrió los primeros tres botones de la camisa- Sí,
por ahí eso necesitaríamos nosotros. Pegarla así de manochantas del espíritu, juntar

una moneda, que la editorial nos pague una jovencita asistente con la cual echarnos un
polvo cuando viene mal la mano…y algún día retirarnos a escribir en serio- dejó salir
un bostezo que apenas pudo disimular con mano derecha sobre su bocaza- tan mal no
estaría, pasa que nosotros nacimos para giles- volvió a perder la vista por la ventana.
Divagamos un rato más, llegando a la conclusión de siempre, nosotros no servíamos
para eso. Habíamos comido demasiada porquería de compromiso con nuestro arte o por
ahí no podíamos tampoco escribir un “mejor vendido” como el turro del vasco. Cuando
el Gordo me invitó a comer con él y Catalina tuve que inventar una reunión para zafar.
Ya era casi de noche y no quería volver a casa.

- ¿Porqué me citaste hoy?- mi último caramelo juvenil, Isabel, se veía más linda que
nunca hoy, particularmente el enojo le sentaba a su belleza- Ya estoy un poco harta
de todo este devaneo tuyo- no sabía como responderle. –Ah, vamos, si sabés que si
fuera por mí te vería todo el día…- no quería que se me escape- Te llamé porque quería
proponerte algo- le dije dejando caer mis párpados en la mesa de madera. Esperé unos
segundos como para tantear que quería ella, midiendo el golpe como un boxeador- A
ver, decíme…- me dijo sin demasiado entusiasmo.- Quiero que vengas a vivir conmigo
al departamento de San Cristóbal, ya está arreglado y decorado, listo para lo pises
con esos pies hermosos descalzos- dejé caer la propuesta con un piropo, de esos que
siempre adoban la situación a mi favor. Isabel se quedó pálida y casi boquiabierta. Yo,
con total naturalidad más allá que su no me dejaría muerto, perdí la vista en las mesas
en derredor y le dí un trago a mi gaseosa. Sin salir de su pasmo y casi sin respirar me
dijo- Este…bueno, yo no me esperaba esto, creí que venía por otra cosa. No sé, tengo
que acomodarme, justo se me acaba el contrato de alquiler- yo sabía ese detalle, hace
algunos meses me lo había comentado y guarde la carta para un momento como este-
pensaba irme a lo de una amiga- “mentira” pensé “tiene otro tipo con el que se iba a
ir”- dejáme que lo piense ¿Vos vas por ahí hoy?- la tenía en el anzuelo. Con parsimonia
le respondí que sí, que viniera cuando quisiese, que yo la esperaría. Ella levantó sus
cosas rápidamente, dijo que estaba apurada y se despidió con un beso bastante más
apasionado que los últimos.

- ¡Bueno, es tu problema Rafael!- escuché con satisfacción desde la ventana junto a mi
cama que daba a Estados Unidos- Yo te dije que se terminó- y un portazo de chapa.
Sonó el timbre, yo me puse la bata y le pedí que me esperase. Me asomé para ver como
el auto de Eyzaguirre se perdía en la madrugada, dejando tras de sí un ruido furioso.
Bajé las escaleras y la encontré llorosa, la besé apasionadamente y la ayudé a traspasar
el portón de madera. Subimos en el ascensor los tres pisos, abrazados, ella temblaba y
sollozaba. La consolaba, diciéndole mil pavadas al oído y besándole los cabellos. Al
entrar al departamento, ella se desplomó sobre el sofá, dejando caer todo lo que llevaba
consigo. Le serví un vaso de agua y se lo dí, mientras daba vueltas por el departamento.
Ella balbuceaba algunas cosas sobre lo que me quería y su equivocación. –Te perdono-
dije en tono de tango arrepentido- Te preparé el baño, date una ducha y vamos a dormir,
mañana trabajo temprano- sus ojos se abrieron y me abrazó de golpe. Casi caigo al piso.
Escuché pacientemente como se duchaba, imaginándola, fingiendo leer unos papeles
de un proyecto de obra que no sabía como terminaría. Sentí como la ducha se cerraba,
pensé que si no hubiese sido por el camión del basurero hubiese oído el roce de la toalla
cuando se secara los muslos. Unos minutos después estaba junto a mi cama con una
revista, el cabello húmedo le mojaba los hombros de su camiseta y se arrojó sobre la
cama infantilmente. Me dio la revista- Se la robé a Juana- gran mentira, dulce, hermosa,
esplendente mentira- pensé que te gustaría- agregó aún más infantil. La hojeé mientras
ella respiraba en mi oído, cayendo en el sueño. Era una revista de historia, me quedé
dormido leyendo una nota: “La logia Lautaro y San Martín”.