lunes, 18 de marzo de 2019

Volver para irse -relato de una vuelta otoñal-



«Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y lo azaroso»
Borges




Quedó detenido en el borde del área chica, mientras el arquero rival apuraba a los alcanzapelotas. Quedó con los ojos muertos mirando fijamente esa imbécil pelota que había caído atrás del arco. Le zumbaba todavía en los oídos la voz de un púber en la tribuna “Jubilate, Zarrasqueta”

Se levantó, lentamente, mucho más lento que antes. Pensaba que el pasto era más amargo de lo que recordaba. Caminó apenas unos pasos y alzó los brazos. Pidió el cambio, el calambre en la pierna derecha estaba imposible. Se tiró al piso con resignación. Era el fin. Miró unos instantes los tobillos y los botines aún en movimiento, mientras la hinchada rival lo chiflaba por hacer tiempo. El médico aceptó sin dilaciones su afirmación, “No puedo más” y, sin demorar, los camilleros se lo llevaron con ese paso al borde del gag que los caracteriza.

Los más fieles hinchas lo aplaudieron como a un tótem o una reliquia, aún en su salida accidentada. Zarrasqueta recibió largos minutos masajes intentando destrabar su pierna. Estaba indeciblemente viejo, lo sentía en cada célula. El dolor no se cortó por varios minutos. Por suerte, ese día ganaron. Su decadente actuación había pasado inadvertida.

El doctor lo consoló, ese día había corrido mucho, los centrales del rival eran más rápidos. El técnico, amigo y ex compañero  de equipo, le pidió hablar después del partido. Zarrasqueta lo espero en el bufé del club con las rodillas envueltas en hielo. Todos pasaban y lo saludaban como a un viejo senil. Él lo tenía decidido, no jugaría más.

En el club tenían muchas fotos de él. De sus pasos por Italia, de sus goles en primera. Placas por sus donaciones y hasta un botín derecho enmarcado, el del ascenso al Nacional. “Soy un benefactor más que un goleador” pensó entre dientes. El agua que tenía servida, se le hizo intomable.

Fabián, su Dt, su ex compañero había pasado de marcador de punta voluntarioso a gran estratega en pocos años. Entre ellos no había necesidad de palabras. “Ya sé lo que vas a decir” le dijo a lo lejos “Te pido sólo un partido más, el clásico es en tres fechas”, se sentó a su lado a tiempo para verlo asentir. Se pidieron un moscato.

Tres semanas, largas, tediosas, amargas. Tres semanas que significaron una enorme exigencia a su cuerpo, se propuso estar lo mejor posible para el clásico. El preparador estaba sorprendido de lo rápido que había mejorado sus reflejos, su arranque, hasta estaba menos pesado. Zarrasqueta sólo quería ver como lo aplaudían al salir y saber que todo se había terminado. Con insistencia remataba contra un paredón del club ante la mirada de algunos pibes de las inferiores. Cada tanto los echaba.

Ese sábado fue el más caluroso en todo el verano. Cuando llegaron los visitantes, como era su costumbre se detuvo a mirar a los dos centrales (siempre sabe cuáles son). Uno era joven, alto y fornido y el otro viejo con cara de burro y petisón. Midió sus movimientos a la distancia y se acercó a Fabián “Dos o tres centros a media altura, pediles, por favor”, Fabián asintió.

Zarrasqueta fue capitán esa tarde, pero no pensaba discutir, ni pelear, ni separar peleas. Con uno bastaba “Hago un gol y pido el cambio”. Entraron bajo una lluvia de papelitos inédita, la gente estaba fervorosa y bullía ante la presencia del clásico rival.

El partido, como suele ser, fue simplemente horrendo. Los dos equipos, salieron a atacar sin ningún orden, lo cual resultó en un juego de captura de rebotes y muestras de impericia de los atacantes. Sobre el final del primer tiempo se comió uno, abajo del arco, que le hizo dudar que pudiera tener la gloria de mojar ese día. Le costaba correr y casi pide el cambio en el entretiempo. No veía la hora de terminar. Para colmo, el petiso que lo marcaba le había comidos los riñones a piñas ante la total pasividad del referi. De cada ataque volvía rengueando, frustrado, cansino, eternamente agotado.

Después de perder la última del partido, asfixiado le dio la espalda al arco, esperando el pitazo final. Sintió un fuerte dolor en la cabeza y se desmayó. Escuchó algunos gritos, pensó en una artera maniobra del central petiso y tocó el piso.
Entrevió a los rivales detenidos y simplemente, respiró por última vez. Luego los sollozos, algunos gritos de impotencia.

Mientras el línea se duchaba, el árbitro rubricó que el único gol del clásico lo había marcado Zarrasqueta. Después de todo, el rebote había sido en su cabeza.