martes, 3 de marzo de 2020

Un homenaje a Milton Friedman

 «Es más fácil engañar a las personas 
que convencerlas de que han sido engañadas»
Mark Twain



No podía creer que por fin estuvieran solos juntos. La noche invitaba a cierta proximidad, afuera, la Avenida Córdoba se empapaba más a cada minuto y se podía oír al viento silbar. Eran unos pocos clientes en el pequeño café. 

-La perspectiva de los mercados, es siempre difícil de poder corregir, para los grandes capitales, la confianza es sin duda la condición principal para leer a una gestión económica. Y digo gestión económica, porque es un arcaísmo hablar de países…

Mientras hablaba, al profesor Sorensen se le movían levemente unos ralos pelos rubios en la cabeza calva. Él miraba fascinado ese espectáculo, sus palabras lo sumían en una paz inexplicable. Eugenio no sabía si su profesor compartía sus gustos, pero algo le decía que sí.
Después de todo, todos sus compañeros de cátedra se habían retirado y nadie lo había forzado a quedarse.

-No es de sorprender, que en el caso de alcanzar sus metas fiscales, una buena administración pueda recibir, efectivamente, los préstamos que le generen estabilidad a la moneda… pero de todos modos, es siempre motivador que se promueva una mayor flexibilidad al esquema de leyes laborales….

Eugenio ahora lo miraba fijamente, se perdía en el brillo de sus ojos, intentaba cada tanto decir una frase más o menos coherente para seguir escuchándolo. Sorensen parecía un tanto chispeante, ya se habían tomado dos o tres whiskies y estaba un tanto acalorado.

Eugenio balbuceó
-Es lo menos que se puede hacer en estos días.

Sorensen le sonrrío
-Me agrada mucho que entienda, Señor Allievo ...Me agrada mucho usted, Eugenio…¿Puedo llamarle así, verdad?

El estudiante, desarmado por la frase, asintió. Sorensen se aclaró la voz y prosiguió.

-Lo que sucede es que muchas veces, es difícil que el común de la población entienda la importancia que tiene el empresariado en la formación de un circuito de producción...Eugenio ¿Me está escuchando?

El muchacho salió de su mirada de felino esperando y le besó la boca sin más. Sorensen respondió ciertamente tenso, pero se entregó durante un momento a la sensualidad. El gordo de la barra del bar, mandó a que levantaran las sillas. 

Cuando separaron sus bocas, se miraron largamente, Sorensen le acarició la mejilla a Eugenio  y le dijo

-Creo que deberíamos ir a otro lugar. 

Unos minutos, y varias apretadas, después, el coche japonés del Profesor Sorensen se detuvo en la puerta de un edificio lujoso en la Avenida Alvear. Tuvieron que contenerse hasta el ascensor. Los saludaron con elegante cortesía unos vecinos y el portero del edificio, un hombre trigueño y bajito apenas contuvo la sonrisa cómplice.

El espacio estaba deliciosamente decorado. Tapicerías, boisseries y lámparas en un perfecto equilibrio. Sorensen lo recostó en el diván junto a un hogar apagado. Le dijo algo al oído y se encargó de cerrar todas las persianas, dejando el departamento en total penumbra. 

Luego, sirvió un whisky para cada uno, al tiempo que se quitó la ropa con lentitud. Eugenio, ya totalmente entregado se desnudó también. El profesor disfrutó viendo con claridad el cuerpo en la penumbra y notó con desagrado, que el joven portaba un crucifijo. Picarescamente, le remarcó, totalmente desnudos...le dijo Sorensen al tiempo que dejaba su reloj suizo en una silla.

Cuando se quitó el crucifijo, sintió que Sorensen voló hasta él… Le besó la mejilla con ternura y él le respondió con un beso igual, pero que fue descendiendo hasta la nuez del estudiante. Se detuvo allí un momento, su lengua acarició la piel de Eugenio que entrecerró los ojos, extasiado. Luego, un dolor sordo y una terrible gravidez, el estudiante sintó que perdía sus fuerzas. Se dejó caer en el sillón y sintió que Sorensen lo acompañaba.
El tapizado blanco lo envolvió. Nunca había tenido una sensación así, pensó maravillado. Abrió los ojos y sólo pudo ver el perfecto cielo raso del departamento. Casi no podía mover el cuello. Apenas bajó la vista, vió boca enrojecida de Sorensen, sus arrugas mermaban, en su cabeza crecía un pelo engominado y negro. 

Peor que morir, pensó arrepentido Eugenio, antes de perder el conocimiento, me acabo de comer a Bela Lugosi.

miércoles, 8 de mayo de 2019

El dulce encanto de despertar.

"La esperanza es el sueño del hombre despierto."
Aristóteles



Carajo, eso era confort. Ese tipo la tenía clara, se notaba a la legua. Como en una pintura, la figura del Ingeniero Lacri se recortaba envuelta en una fina chomba blanca contra el lago más azul que nunca. Era la tercera vez que Zulma lo veía en la mansión del gringo. Nunca había visto a alguien tan poco enérgico en su vida. Se hacía poner las medias por su edecán, jamás movía un dedo para hacer nada y había visto como le dictaba un mensaje de celular a su secretaria.

Por otro lado, era como cierto prestigio, en esos días los que atendían la casa del patrón Louis oscilaban entre el celo extremo de los caseros y el tembloroso traqueteo inseguro de tener a alguien así en casa. Todo lo que quiera mi amigo se lo dan le había escuchado decir al gringo unos días antes. A ella le tocaba una parte bastante más sencilla que a los demás, apenas atenderlo en el comedor y abrirle o cerrarle las persianas. Lacri parecía no tener el más mínimo registro por el personal de la casa, en más de una oportunidad los había chocado mientras pasaba y había dicho un improperio a la Julia, la mucama más joven.

Nadie podía decir, nada ¿cómo hacerlo? Había algo en el andar y en la posición del Ingeniero que había inspirado a Zulma algo de respeto en él. Pero cada día de su estadía se volvía más y más pesada la carga en su interior, porque Zulma había votado por él. Según se dice, no se puede mezclar la personalidad de alguien en su evaluación profesional, pero esto era imposible para ella. Ellos estaban acostumbrados al ligero asco con que los trataban los patrones y sus amigos, pero esto era mucho peor. Lacri manejaba una falta de energía incorporada a su andar, sus acciones, su propia organización que molestaba aún más a Zulma.

Entonces lo miraba, allí recostado, la cabeza caída hacia un costado, un hilo de baba y el televisor prendido. La luz de la tarde le quitaba contraste, pero Zulma, chicata y todo, podía distinguir bien lo que se veía en el noticiero: Un policía tomaba a una chica de los pelos y la arrastraba. No podía creer esa fiaca, ese lujo que ella no conocía. Ese trago carísimo agüándose bajo el sol de la tarde, ese algodón fino, ese sillón infinito y confortable.

Zulma volvió en sí, llevaba un par de minutos mirando dormir al presidente. Al salir, uno de sus guardaespaldas la miró muy mal y le pidió su nombre. Su tono de voz fue tan atemorizante que no pudo más que responder con un hilo de voz. El hombre ancho lo anotó en un papel y le dijo que podía retirarse.

En el lavadero principal de la casa hay una televisión vieja que los dueños dejaron a sus empleados y una pila de diarios viejos. Ella casi nunca la había visto prendida, porque nunca se detenía en ese cuarto, pero ese día le encargaron el planchado. Raro, porque siempre lo hacía Julia. Encendió el aparato con culpa y empezó a planchar minuciosamente las chombas y pantalones de Lacri. Un rato después otro guardaespalda bajó y se sentó a mirar como planchaba, lo exigía el protocolo según decía. El hombre se limitó a sentarse en una banqueta y perderse en la novela mejicana de las cuatro. Dos mujeres discutían al borde de los golpes y ampulosamente explicaban la trama. Ambos, en silencio, asistían a la función como quien va a misa. Zulma bajaba la vista cada tanto para controlar su trabajo. Un pitido del handy del gorila cortó el clima, tenía que subir. Se despidió con cierta cortesía, parecía un buen muchacho después de todo.

Zulma culminó la larga pila de ropa, simétrica, perfecta, planchada al dedillo. Apagó la tele cuando el noticiero comenzaba, al parecer el valor del dólar había subido. Dejó todo en su lugar, cuando estaba por apagar la luz la puerta se abrió. Inesperadamente, apareció Lacri, los ojos rojos y recién despiertos. Se arrimo a las espaldas de Zulma y la tomó por el cuello. Así te quería agarrar le dijo mientras la mujer se esforzaba por respirar. De un golpe le pisó el pie derecho y él dió un salto para atrás. Vos no sos Julia, le dijo casi llorando. Zulma tomó la plancha de la tabla y le cruzó toda la cara. El Ingeniero cayó del lado de golpe y quedó en una posición que bien podría ser la de sus habituales momentos de descanso.

Cuando Zulma entendió lo que había hecho, se desmayó del susto. El guardaespaldas los encontró así, como durmiendo juntos en el piso y pensó que Lacri ya no era el mismo ¿qué era eso de encariñarse con una mucama?

lunes, 18 de marzo de 2019

Volver para irse -relato de una vuelta otoñal-



«Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y lo azaroso»
Borges




Quedó detenido en el borde del área chica, mientras el arquero rival apuraba a los alcanzapelotas. Quedó con los ojos muertos mirando fijamente esa imbécil pelota que había caído atrás del arco. Le zumbaba todavía en los oídos la voz de un púber en la tribuna “Jubilate, Zarrasqueta”

Se levantó, lentamente, mucho más lento que antes. Pensaba que el pasto era más amargo de lo que recordaba. Caminó apenas unos pasos y alzó los brazos. Pidió el cambio, el calambre en la pierna derecha estaba imposible. Se tiró al piso con resignación. Era el fin. Miró unos instantes los tobillos y los botines aún en movimiento, mientras la hinchada rival lo chiflaba por hacer tiempo. El médico aceptó sin dilaciones su afirmación, “No puedo más” y, sin demorar, los camilleros se lo llevaron con ese paso al borde del gag que los caracteriza.

Los más fieles hinchas lo aplaudieron como a un tótem o una reliquia, aún en su salida accidentada. Zarrasqueta recibió largos minutos masajes intentando destrabar su pierna. Estaba indeciblemente viejo, lo sentía en cada célula. El dolor no se cortó por varios minutos. Por suerte, ese día ganaron. Su decadente actuación había pasado inadvertida.

El doctor lo consoló, ese día había corrido mucho, los centrales del rival eran más rápidos. El técnico, amigo y ex compañero  de equipo, le pidió hablar después del partido. Zarrasqueta lo espero en el bufé del club con las rodillas envueltas en hielo. Todos pasaban y lo saludaban como a un viejo senil. Él lo tenía decidido, no jugaría más.

En el club tenían muchas fotos de él. De sus pasos por Italia, de sus goles en primera. Placas por sus donaciones y hasta un botín derecho enmarcado, el del ascenso al Nacional. “Soy un benefactor más que un goleador” pensó entre dientes. El agua que tenía servida, se le hizo intomable.

Fabián, su Dt, su ex compañero había pasado de marcador de punta voluntarioso a gran estratega en pocos años. Entre ellos no había necesidad de palabras. “Ya sé lo que vas a decir” le dijo a lo lejos “Te pido sólo un partido más, el clásico es en tres fechas”, se sentó a su lado a tiempo para verlo asentir. Se pidieron un moscato.

Tres semanas, largas, tediosas, amargas. Tres semanas que significaron una enorme exigencia a su cuerpo, se propuso estar lo mejor posible para el clásico. El preparador estaba sorprendido de lo rápido que había mejorado sus reflejos, su arranque, hasta estaba menos pesado. Zarrasqueta sólo quería ver como lo aplaudían al salir y saber que todo se había terminado. Con insistencia remataba contra un paredón del club ante la mirada de algunos pibes de las inferiores. Cada tanto los echaba.

Ese sábado fue el más caluroso en todo el verano. Cuando llegaron los visitantes, como era su costumbre se detuvo a mirar a los dos centrales (siempre sabe cuáles son). Uno era joven, alto y fornido y el otro viejo con cara de burro y petisón. Midió sus movimientos a la distancia y se acercó a Fabián “Dos o tres centros a media altura, pediles, por favor”, Fabián asintió.

Zarrasqueta fue capitán esa tarde, pero no pensaba discutir, ni pelear, ni separar peleas. Con uno bastaba “Hago un gol y pido el cambio”. Entraron bajo una lluvia de papelitos inédita, la gente estaba fervorosa y bullía ante la presencia del clásico rival.

El partido, como suele ser, fue simplemente horrendo. Los dos equipos, salieron a atacar sin ningún orden, lo cual resultó en un juego de captura de rebotes y muestras de impericia de los atacantes. Sobre el final del primer tiempo se comió uno, abajo del arco, que le hizo dudar que pudiera tener la gloria de mojar ese día. Le costaba correr y casi pide el cambio en el entretiempo. No veía la hora de terminar. Para colmo, el petiso que lo marcaba le había comidos los riñones a piñas ante la total pasividad del referi. De cada ataque volvía rengueando, frustrado, cansino, eternamente agotado.

Después de perder la última del partido, asfixiado le dio la espalda al arco, esperando el pitazo final. Sintió un fuerte dolor en la cabeza y se desmayó. Escuchó algunos gritos, pensó en una artera maniobra del central petiso y tocó el piso.
Entrevió a los rivales detenidos y simplemente, respiró por última vez. Luego los sollozos, algunos gritos de impotencia.

Mientras el línea se duchaba, el árbitro rubricó que el único gol del clásico lo había marcado Zarrasqueta. Después de todo, el rebote había sido en su cabeza.


martes, 11 de diciembre de 2018

El vasco y la tana


"¿Por qué tenemos que ir tan lejos para estar acá?"
García


El vasco Anzoeta es un tipo duro. Serio y frontal, pero sobre todo, duro. No obstante esa tarde se le pianta un lagrimón. Por gil, por bolas tristes, por entrar como un pendejo cualquiera. Mira a la tanita de su amor, alzando la 38 sobre la cabeza de una vieja. Mira los patrulleros cruzados, mira como la cajera de la fiambrería llora y reza. Pero no mira nada.

Cuando Jorge entró, no sabía muy bien en qué se metía. Casi como el vasco del párrafo anterior. Pero necesitaba la guita, estaba por tener un hijo y sobretodo, necesitaba tener un laburo fijo para huir de su casa. Se comió estoico las capangueadas de los primeros días sin chistar.

Anzoeta está pálido, la tana, sacada, disparó dos tiros al aire y todo empezó a ponerse más espeso. Lo que era una operación sencilla, ahora era el peor atolladero de su vida. Todo por seguirla, todo por unos pesos, todo por menos que eso, todo por caliente. El vasco se metió en el baño del local y se mojó la cara. En el espejito sobre el lavatorio se vió como un fantasma.

Cuando lo dejaron en su lugar fijo, Jorge se sintió tranquilo. Apenas si salía a recaudar alguna vez, hacía algunos trámites, atendía el teléfono. Casi como le había prometido su tío, un laburo fijo y tranquilo. Cobraba bastante bien inclusive.

El Vasco la mira a la tana a los ojos. Ella está totalmente enfurecida. Sus párpados irradian fuego. Contaron la plata en la mochila celeste, apenas dos lucas. Tres rehenes y un cielorraso destruido. La rehén más vieja parece al borde de la muerte, el calor y la tensión la dejaron hecha flecos. El vasco propone dejarla salir. La mujer les agradece. Al acompañarla hasta la puerta, se vislumbran dos patrulleros más. El vasco se toma de un trago un litro de naranjada, otra vez ve el fantasma en el reflejo del vidrio de la heladera. De un puñetazo lo rompe y se corta el nudillo derecho.

Cuando llegan, le indican que se ponga de frente al local. Jorge, obedece, como siempre, obedece. Se parapeta detrás de la rueda del conductor y ante la orden, saca la 9 milímetros y la martilla. Guarda la íntima esperanza de no tener que usarla. Se agacha un poco más, rezándole a su santo que no sea necesario tirar un tiro.

La tana salió enfervorizada. Tiró y tiró. Se comió el primer corchazo en el hombro derecho, pero siguió caminando. Vació los dos cargadores contra todo lo que se moviera. Cuando cayó al piso como una marioneta sin hilos, el vasco se persignó y salió detrás. Esperaba no arrepentirse.

En la primer ráfaga, Jorge se cagó literalmente los pantalones. Para colmo uno de los tiros de los malhechores rompió el espejo retrovisor a su lado. El comisario lo levantó de piso y le pegó un cachetazo. Tire carajo. Jorge se agachó y alzó la mano derecha con la pistola en alto. Apretó el gatillo sin mirar hacia donde una, dos, tres veces.
El vasco se sentía ún más ridículo. Había alzado las manos resignado a la gayola. Las dos, atrás, en la nuca y caminaba con los ojos cerrados.

Jorge tiró y tiró, hasta que se oyó un griterío de algarabía. Lo bajaste, Negro, lo bajaste, le dijo el comisario exhultante.

Antes de cerrar los ojos, el vasco vio el festejo de los canas, cayó a dos metros de la tana que había muerto boca abajo. No pudo mirarle los ojos. Lo último que sintió fue el calor del asfalto.


Jorge sentía una mezcla extraña de culpa y alegría. Nunca antes había sido festejado por el resto de los oficiales. El comisario, le palmeaba el atónito hombro, finalmente le dijo: Tenés que bajar a alguno para hacerte respetar en esta ciudad de mierda.*












*Escúchese:

https://www.youtube.com/watch?v=OWUal58aNjY

jueves, 6 de diciembre de 2018

Un perfecto imbécil




"Este es el primer precepto de la amistad: 
Pedir a los amigos sólo lo honesto, y sólo lo honesto hacer por ellos."
Cicerón



Tito siempre fue más despierto, más avezado que nosotros. Igual, no lo envidiábamos. Es más, nos parecía un poco un mamerto. En los recreos, se la pasaba con las pibas y no sabía jugar a la pelota. Tampoco era bueno en ningún videojuego, más bien, era medio inútil en general. Le iba muy bien en la escuela y nos ayudaba a los burros, por eso nadie lo maltrataba demasiado. Todos habíamos precisado de él...y hasta en más de una ocasión lo defendimos de los pibes de séptimo que bajaban a pegarle. Pero ninguno era muy amigo suyo.

La única que siempre lo tenía cerca era Paulita.
Mientras nosotros seguíamos en la pavada de juntar figuritas, él se la pasaba a su lado, en una dudosa condición de amigos. Más bien, toda su actitud hacia las chicas del curso resultaba un poco repugnante a nuestro infantiles ojos. Algunos, meando totalmente fuera del tarro, lo creíamos un poco amanerado.

Comprendimos nuestra idiotez a los trece. Cuando llegamos al secundario, había más de una que estaba atrás de él. Escribía canciones, poemas, todas esas cosas que sólo le funcionan algunos. Seguía aferrado a Paulita, inexplicablemente. Digo inexplicablemente, porque Paulita había salido con más de un gilún, delante de sus narices y él acataba con resignación. Era su amigo, estaba esa zona neutra que nadie quiere habitar. La mirada inocente de la amistad infantil de Tito trocó progresivamente hacia un tono de caliente decepción.

Un día, dejaron de sentarse juntos.
 El pobre Tito, sólo en el banco, con el corazón roto me dio pena y aproveché un día que nos tomaban historia para sentarme con él. En seguida, hicimos buenas migas, era evidente que necesitaba un hombro para llorar. El trato no era malo para ninguno de los dos y rápidamente, la conveniencia se trocó en férrea amistad.
El Oso Jiménez lo quiso trompear un día. Le había encontrado a Paula un poema de puño y letra de Tito. Quiso y lo logró. Nos pegó de lo lindo, aún cuando él apeló a cierto honor y yo a buscar una salida racional al entrevero. Volvíamos en el 506 con las caras hinchadas y se me dió por preguntarle la razón de cometer semejante estupidez, habiendo tantas que anhelaban andar con él. Me miró, me dijo que simplemente estaba enamorado de ella y dio el tema por terminado.

Al poco tiempo, Paula se separó del Oso y empezó a juntarse con nosotros. Tito estaba radiante por volver a tenerla cerca, aún cuando le había marcada su condición de amigo. A mí no me caía mal, pero sabía que el tema era espinoso. Empezamos a salir los tres juntos, muy a mi pesar, porque me sentía un jueves, un mal tercio, la tercera rueda inútil de su relación. Ambos insistían en sumarme a cada salida. A Paula se le había dado por la música y automáticamente Tito se compró una guitarra y una armónica y empezó a tocar.
Varias veces nos encontramos en esas primera borracheras juveniles. Tito desgranaba, para nuestra incomodidad, canciones románticas (claramente para ella). Paula se hacía la tonta siempre, más bien reía neutralemente de mis pavadas. Pronto, Tito empezó a enojarse sin motivo.
Una noche, íbamos a ir al cine y él no se presentó aludiendo razones inverosímiles. A mí no me gustó nada, Paula no era mi amiga y me incomodaba estar sólo con ella. Pasamos el viaje en silencio, apenas interrumpido por alusiones a nuestro amigo.
Ya en la oscuridad del cine, ella se me arrimó y me acarició la cara. El resto es simplemente el detalle innecesario de una traición.  Fuimos presos de la hormona, pensé… pero en el fondo me sentí el más rastrero del planeta. Un rata.
Tito, de algún modo, se enteró de todo. No me habló toda una semana, hasta que me decidí a ir a su casa. Cuando llegué…. Estaba tocando un tango hermoso en su armónica, era increíble lo rápido que aprendía. Yo no hice más que quedarme en su puerta escuchándolo como hechizado hasta que terminó. Cuando toqué el timbre, él me abrió como si nada y me hizo pasar.
Después de una breve charla, extrañamente él me perdonó. Se fue a hacer unos mates y encontré en su escritorio una pila de papeles.
 Eran decenas de cartas en borrador, todas para Paula. Una más bella que la otra.Debajo de un cuaderno rojo,  había un sobre con la letra de Paula. No resistí y lo abrí. Era una carta malísima de Paula. No sólo era pésima por su redacción y ortografía, además era de un cinismo absoluto. Le había contado la secuencia del cine y cerraba la carta diciendo que a ella nunca le gustaría Tito, porque a él no le gustaba el punk.

Escuché a Tito venir y escondí la carta rápidamente. Mientras me cebaba el primer, me dijo con orgullo que se acababa de comprar un disco de The clash.

Le dije sin más, que me parecía un perfecto imbécil.

Nunca más hablamos, creo que se casó con Paula apenas terminado el secundario.

viernes, 26 de octubre de 2018

La Fiesta de Corpus triste



A la letra de molde de Brienza, 
que me hizo conocer esta historia.

Bene curris, sed extra vium



Polvo, entre los rumores y el viento de Cochabamba. Polvo sobre la consulta del Cabildo, apenas tímidas respuestas afirmativas. A pocos kilómetros, la máquina goda de matar: Goyeneche. Tan criollo como los habitantes de la ciudad, tan realista como el propio rey.

El Cabildo consulta otra vez ¿No entregamos o defendemos la ciudad? Entre los papeles cubiertos de polvo que se sacuden en los escritorios hay una copia del pedido de clemencia desoído por el carnicero de Arequipa. Pocas voces de algunos hombres se prestan a defender la ciudad. Entonces, una anciana Manuela Gandarillas hizo oír su gastada voz: “¡No, señores! Nosotras queremos morir matando”. Hasta el viento se calla. El polvo cae y se detiene en los rostros anonadados “Pues si no hay hombres en Cochabamba para morir por la patria y defender a la Junta, aquí estamos nosotras para salir a recibir solas al enemigo”.  Rápidamente, la rodean las demás mujeres, esposas de hombres muertos y vencidos forman un enorme escudo en derredor de la vieja.

Todos se abocan a la tarea de improvisar un cuartel. La tierra ahora exhala polvo por los pasos apresurados de los habitantes de la ciudad, apresurados por prepararse para una batalla irremediable. No hay banda militar, no hay clarines estridentes, apenas un puñado de milicianas con palos y piedras. Se funden efímeros cañones y fusiles de estaño.

Es 25 de mayo de 1812. En la entrada del pueblo, las mujeres se agrupan para esperar las tropas realistas que se sabe, vienen desde Tarata. Goyeneche nunca duda. Se ha cargado fríamente a civiles y soldados a su paso. Antezana, al mando de un ejército independentista marchito se ve forzado a combatir por el ajeno impulso heroico femenino.

Los realistas se acercan creyendo que nadie los espera, imaginan unas casas vacías o un pueblo rendido. Reciben casi con gracia los pocos disparos de la improvisada batería Cochabamba, que rápidamente comenzó a convertirse en estaño fundido.

Lo que sigue es lo esperado, una corta batalla de dos horas y una cacería de los realistas sin piedad. Y luego, Goyeneche los invita a ultrajar cada vértice de la ciudad, a regar de sangre valiente la tierra seca. Los que logran escapar, salen expulsados hacia un desierto feroz.

El futuro conde, pide que no dañen la cabeza de Antezana y la recibe como premio a su villanía. Luego hará arrastrar el cuerpo del patriota por las calles como advertencia. Duerme ebrio, antes del corpus cristi. Al día siguiente, en sus mejores galas, encabeza la procesión litúrgica con los pocos Cochabambinos realistas. Parece un desfile de gusanos sordos. Entre sus pasos y sus voces, se oyen los gritos desgarrados de los heridos y las mujeres violadas, ellos avanzan como si nada.

Goyeneche, como tantos, como siempre, no ha entendido su triste papel en la tragedia. No sabe que más tarde que temprano, sus victorias, como todas las injustas, serán parte de ese polvillo que se adosa obsesivamente a sus zapatos. No sabe, que los vencidos, sin sus blasones y títulos de bisutería, pronto lo devolverán a patadas a la metrópoli. No sabe que esas mujeres de corazón en pecho, siempre, siempre ganan la batalla.

Y morirá, como buen perro, en los faldones decadentes de los españoles, envidiando secretamente el coraje de esas polleras terrosas y coloridas de Cochabamba.

jueves, 18 de octubre de 2018

La espera.



" Afortunado es el hombre que tiene tiempo para esperar. "
Pedro Calderón de la Barca


Diez minutos. Siempre la veía por diez minutos. Ella miraba el celular, una, dos, tres veces, casi mecánicamente. Después la puerta del tren se cerraba delante de mí y lentamente ella se alejaba sin moverse.
Recuerdo particularmente que no usaba auriculares, llevaba siempre algo de color azul. Cuando los viajes son tan aburridos, uno empieza a notar el patrón, como si la matrix se ahorrara energía. Inevitablemente, ella tenía algo azul, su remera, sus zapatos, el pelo.
Más de una vez cruzamos miradas, pero fue como si nunca hubiese sucedido...ella tenía en los ojos un brillo metálico e impenetrable.
Diez meses pasamos así. De lunes a viernes. Con el tiempo descubrí que ella esperaba a alguien, como si estuviese cada día plantada por el mismo personaje en el mismo andén mugriento de Constitución. Rara vez su rostro transmitió otra emoción que la ansiedad de la espera.

Era sorprendente verla en medio de la marea humana, a esa hora en que el Roca se convierte en un collage de carne, tela y sudor agolpados.

Un día, me decidí. No subí al Korn de 17:54, me quedé junto a ella. Me senté incluso junto a ella. Abrí un libro de Neruda, como para no parecer un insensible que se entrega al humo mundano del suplemento deportivo. Y esperé. Ella volvió a repetir los mismos pasos: una, dos, tres levantadas de celular, breves revisiones y dos veces se levantó y se sentó junto a mí. Parecía tan frágil y a la vez tan firme en sus movimientos que me aterraba un poco. Ninguna obscenidad de ningún pasajero se había acercado a ella nunca, ningún acercamiento, salvo el mío, imbécil, ésteril, esa tarde. No aguanté mucho su total indiferencia. Ni siquiera para atinar a romper el silencio. Me subí al siguiente Korn.

No me iba a dar por vencido. Pasé dos semanas estudiando, sutilmente, desde la ventanilla justo frente a su banco, cada uno de sus movimientos. No pude saber demasiado, entonces aposté a lo más convencional. Esa tarde llegué al andén con un enorme ramo de rosas. Los vendedores se reían a mi paso, pero nada me importaba. Con esfuerzo, gambeteando el laberinto de filas que se rompían con cada apertura de vagón, llegué a su banco.

Pero no estaba, por primera vez en diez meses no estaba. Me senté, destruido, en el lugar que ella solía ocupar, a tiempo para ver como en mi ventanilla habitual ella se besaba, sin ninguna sutileza con un pibe con la remera de Maradona. Cuando las flores detonaron contra el vidrio el muchacho se dió vuelta y resultó ser igual a mí.

Un viejito loco juntapuchos se sentó a mi lado en el banco y me palmeó la espalda: “El diez siempre tiene que anticiparse a la jugada, pebete”.