martes, 28 de abril de 2015

Un breve paseo por la ciudad de los gorilas amarillos


A la justificada rabia de mi amiga justiciera.

“El resentimiento es como tomar veneno y esperar que otro muera”
Anónimo popular.

Al llegar al puerto en misión diplomática poco conocía yo de la ciudad. Apenas algunas referencias de un fálico monumento que orna el centro y de su costumbre de ingerir bovinos sin refreno alguno. Mis camaradas me habían advertido sobre las ambiciones de sentirse cercanos a la burguesa refinación de París y elegir vivir reglados por la ley de la jungla, lo que constituía un doble absurdo ideológico, estando en la bella Sudamérica.

Apenas caminados algunos metros en la ciudad, noté lo irascible y racistas que eran sus habitantes, los gorilas, trajeados de muchos modos, no temían en exponer los más ridículos anatemas contra todo el reino animal sin concebirse dentro de él. Algún azaroso e improvisado giro del destino les había dado además, la posibilidad de conducir vehículos de combustión interna que, lejos de acercarlos a la razón, los sumía en todas las variantes del desenfreno animal.
Algunos ululando por las ventanillas, otros ciegos de cualquier semejante y otros amontonados en orgiásticos envasados de transporte, todos a su modo, parecían reducidos al primitivo dominio de un dios, casi como vulgares hombres. Afortunadamente, allí, como en el resto del mundo, sobra el concilio ecuménico entorno al Dinero, con lo cual sus modos y costumbres eran perfectamente maleables a su capricho.

Con el objetivo de analizar el panorama político, se me envió a observar su comportamiento eleccionario. Grande fue mi sorpresa al descubrir que elegían ser gobernados por una serpiente y muchos roedores. Más aún, que se consideraban fuera del reino que los albergaba y del que eran una ínfima parte. Las disposiciones de la serpiente a cargo, una autoridad eclesiástica del Dinero, se alternaban entre el ridículo y lo vergonzoso. A la reglamentación del amarillo como color oficial, ajeno e importado, se aunaba la firme voluntad de mantener todo tipo de esclavitud para los animales de la ciudad. El ofidio oprobioso, soñaba con el reino que supo mantener algún primate predecesor en la Orden del Dinero algunos años atrás. El resto del reino, con excepción de la creciente población de gorilas amarillos, parecía reticente a tal elección.

En la jornada en cuestión, un domingo otoñal, todos los animales de la ciudad corrían a las urnas a elegir quienes podían ser sucesores de la víbora. Por su parte, el Lord Mayor reptil había propuesto a una rata de escaso pelaje para sucederlo. El candidato tenía serios antecedentes como caballero de la Orden del Dinero y no prometía más que seguir el mandato de su mentor.  Garantizando más abuso de sus guardias, reducción de cualquier posibilidad de evolución, abuso de los frutos de los habitantes y frivolidad ridícula en todas las formas posibles. Los gorilas, ataviados en múltiples colores y seducidos particularmente por el amarillo, creían casi seguro su triunfo.

 Recuerdo con exactitud ver un gran parque teñido, por disposición del Lord, por estrafalaria iluminación. Desde el suelo y pendiendo de los árboles un elaborado tapiz de luces eléctricas daba al parque un aire de discoteca. En rigor, con este breve ejemplo, se coagulaba la metáfora exacta de las elecciones de los gorilas: en el contorno y el interior de la plaza reinaba un paisaje post apocalíptico. Muchos animales permanecían inmóviles poseídos por la miseria, mientras otros se entregaban a vulgares placeres que los reducían casi a humanos y de los peores.

Esa misma noche, el triunfo de la Orden fue celebrado por los seguidores del ofidio en un festejo teñido de plásticos globos y músicas alusivas. Nunca comprenderé a estos animales- pensé, casi abordando la nave de vuelta, intentando componer un informe sobre mi visita- que se pintan de un color ajeno y elijen el peor veneno humano.

Durante la elaboración de la nota para mis superiores, caí en cuenta de que, mientras casi todos los venenos tienen nombres largos, los hábiles ayudantes de la Orden habían elegido uno de tres letras.

Tal vez en su engañosa brevedad residía su eficaz popularidad entre los gorilas.

lunes, 6 de abril de 2015

Morir de amor


"...pécher contre le corps mais non contre l'esprit…"



La púa del tocadiscos toca el borde haciendo que la fritura del final del disco sea el único sonido dentro del cuarto. Con mecánica precisión ritual se levanta por última vez, entonces Martín, adolorido, desenchufa el aparato. Catorce veces, catorce veces exactamente, Charles Aznavour había repetido la letra con idéntica voz engolada. Cuando la poesía se vuelve realidad, piensa romántico y borracho Martín, uno es capaz de comprender la gravedad de sus errores.

En la mesa, junto a la que el hombre tensamente sentado exhalaba su pena, descansan los restos de la cena, como una burla: dos platos sucios de salsa, dos vacías botellas de vino y un grupo de colillas con la rojiza huella de sus labios. Con los ojos entrecerrados, Martín recorre las paredes del cuarto que gritan descoloridas el hueco de su ausencia. El juego de sombras de su pecado, su lasciva rendición a la carne, la prueba de su debilidad de espíritu, habían desfilado allí, ante los ojos de una testigo inesperada. En la soberbia del deseo, había subestimado el orgullo de su compañera de años. Sólo así se entendía su profano accionar.

Ahora, el pecho le aprieta, la habitación verdosa parece detenida en el tiempo. Mareado llega a los tropiezos hasta la cama donde aún reposan, como policíaca prueba de su infidelidad, los vellos púbicos de Daniela. El ardor de la sugerencia de su compañera de oficina había terminado por tentarlo. Simplemente no había podido resistir a los roces de su cuerpo, siempre amparados en la accidentalidad, y al suave e intencional vapor con que le acariciaba los oídos.

Las lágrimas cubren el rostro de Martín, hubiera querido escuchar una vez más la misma canción, ver los ojos de Cleo al otro lado del cuarto y sentir, como antes de la traición, que bastaba ese simple acto para comprender la reciprocidad de su amor. Había sido inocente al creer que bastaba con el discreto paño oscuro del secreto, que Daniela descorrió con cierto orgullo descuidado, para ocultarse. Tantos consejos había desoído Martín de padre, madre, amigos. Todos, con la implacable lógica de quien no entiende el amor, se habían encargado de enumerar los riesgos de llevar a Cleo a su casa. A tanto había renunciado ella para ser una eterna extranjera en la vida suburbana de Martín, para resignarse a la cajita de cristal que cuidaba su amado con esmero.

Afuera, ya se escuchan los primeros coches, la madrugada agonizaba. Insomne, Martín sentía su cuerpo marchito y afiebrado. Daniela, calcula con acierto, ya hace rato que está en su tibia cama y seguramente duerme con la paz del animal satisfecho. Sólo los párpados de Martín se sobresaltan cuando el viento cierra la ventana. Su soliloquio de ebrio sin oyentes parece desatarse. Los infortunios gozan en la multiplicación, intentaba decir al aire, si aquella ventana se hubiese cerrado antes, la insólita fuerza que tuvo para destruir el muro de vidrio…toda esta frase inconclusa sólo era un balbuceo rígido y baboso en su boca. Una fuerza oscura corre hacia su corazón. Su mente trabaja en un confuso baño de vapores, tanto como para olvidar el burlete ausente en la puerta y confundir el viento del amanecer con el siseo de Cleo. En su agónico sueño ella vuelve arrepentida de aquella mordida venenosa y de su furtiva salida, como haciendo el papel de la amante, por una ventana. Esta fantasía reconforta su alma, condena al olvido el dolor que paraliza el dolor de su corazón deteniéndose envenenado.


Esa mañana, algún desatinado y amarillo cronista osaría a sugerir los gruesos dividendos que implicaría una denuncia a quien le entregó el ofidio falsamente inofensivo a Martín. No advertía, sin duda, la aplastada cabeza de Cleo debajo de la rueda del móvil que transmitía sus pedestres reflexiones.