viernes, 6 de marzo de 2015

Al servicio de la trama



"Nada grava tan fijamente en nuestra memoria alguna cosa como el deseo de olvidarla."
Montaigne

Al involuntario y distante encanto de la señorita L. 



Entonces, para ella empezaba así: Escena 4/ Exterior patio de lo de Severina/noche/ verano. Se quitó la banda que le sujetaba el pelo y dejó caer un pedo riendo con picardía, como las más infantil de las infantes.  Apenas se percibía el ruido de la avenida lejana y el roce de la parra contra todo, los alambres, las otras plantas, contra sí misma.  En medio del progreso, las hojas apiladas en la pantalla estaban perdiendo fuerza, necesitaba levantarse de la incómoda reposera. Mientras caminaba hacia la cocina, el patio se le hizo larguísimo. Llevaba varias horas sólo a base de agua y a olvidar todo a su alrededor.

Al abrir la puerta, entendió que necesitaba un personaje masculino. Puta madre, no puedo recurrir otra vez a… En la heladera reinaban los restos de su cumpleaños, el día anterior. Una olvidada botella de sidra le hizo saber que sería él. Pero de todos modos, no podía. Se dejó caer junto a la mesada, justo al punto en que lo único que se veía eran los restos de la fiesta inundando el piso y los zócalos. Los humanos manejan conceptos extraños, pensó, reposeras incómodas y festejos que consisten en dejar una mugre sin precedentes en la casa del agasajado. Debía comer, por ahí así sí, se mintió a sí misma.  

La última vez también había sido víctima de la misma práctica y el éxito le permitió comprar hasta una alfombra persa. Al final, por un puñado de dólares cualquiera es lo que precise la máquina. 

Primero desconectó el teléfono, luego el timbre. Cerró todas las ventanas de la casa. Todo masticando mecánicamente la fugazzeta fría con gusto a heladera. Cuando entró a su cuarto, se miró en el espejo, se acarició mecánicamente el torso y sintió más confianza.

No sabía cómo había empezado. Recordaba con cierta vaguedad un verano en Miramar, el rostro colorado del pibe, un beso de médano y luego encontrar el cilindro de vidrio en su mesa de luz. Con el correr del tiempo, mirar los frasquitos se había vuelto la diversión de cualquier día de sol. Al trasluz se apreciaban con más nitidez los contornos, el tinte, la sustancia ámbar que los conservaba. 

Sólo siendo más grande pudo entender el funcionamiento de la cosa y sus consecuencias.

Se cambiaba con rapidez, apuro e inseguridad ¿por qué? Después de tantas veces, no había razón para elegir y cambiar constantemente el vestuario.  Entonces, decidió volver a ponerse la misma remera estirada al borde de la rotura y el joggin que tenía antes. Había perdido quince minutos más de vida, más vale que no volviera a putear al 124 cuando tardaba en llegar. Luego, la tarea más difícil, despejar la pieza para darle el espacio suficiente.

Era lunes. Un lunes infeliz de invierno, ella llevaba unos borradores en la falda y los leía entre Lacroze y el Correo. Ese mediodía llevaba cinco vueltas al circuito, él se subió en Tribunales. Llevaba la misma ropa que el día aquel. Ella se le acercó con vergüenza y él no la registró siquiera. Ella se puso cerca al punto de poder ver sus ojos, apagados y tintos en negro. Recordaba su boca, pero ahora la veía descolorida y reseca. Entonces vio como él se levantaba y al bajar se compraba el último número de una revista de noticias amarillista. Lucio había perdido su alma. Aquel violinista romántico y prometedor, andaba deambulando por su ciudad al servicio de la ley ¿Cuántos más habría?

Rotularlos era la tarea más difícil, pero la pude cumplir con éxito, dijo mientras abría el doble fondo del placard. De allí sacó unas cajas de madera, dentro de ellas, decenas de pequeños cubículos retenían, uno separado del otro, a un ejército de desafortunados. Lo que más le dolía era ver los rótulos de aquellos que había sabido amar con devoción. Antes de encontrar la que buscaba, decidió montar el aparato.

La idea de revivirlos era ridícula, ella lo sabía, de hecho no estaban siquiera muertos. Pero era imposible reconectarlos. La maldición vendría de sus antecesoras polacas, brujas contratadas por los reyes para desalmar a sus enemigos, o simplemente era un rayo más cayendo sobre una mortal más. Tampoco importaba demasiado, su única esperanza era intentar que sus encerrados culminaran su existencia.

Cuando eligió el frasco de Horacio, supo que hacía lo correcto. Entonces se sentó y empezó (adagio en fa sostenido) la operación. Llevó el frasco al interior de la gran lámpara y su figura surgió de inmediato, proyectándose con una insólita nitidez sobre la silla de paja. Allí, sentado, Horacio fumaba despreocupado. Ella recomenzó el escrito.

Con Edgardo fue la alegría total. Después de hacerlo personaje de “Las inclusiones", su repentina muerte al final lo había liberado. El frasco vacío valía más. Totalmente transparente, el vidrio dejaba pasar la luz y ella se reconfortaba. Con el tiempo, le fue encontrando la mano, no era cuestión de meterlo en cualquier trama a ser carne de cañón. Su inclusión debía ser orgánica, coincidir con el tono de la historia, Edgardo fue el hombre perfecto para ese personaje.

Escribía con una velocidad que superaba todos sus trabajos anteriores, sólo interrumpía el trabajo para tomar agua o masticar un trozo más de pizza tibia. Sólo había levantado la mirada del monitor una vez y Horacio sólo era invisible debajo de la rodilla.

Además, le decía sin saberlo una productora, no podés matar un tipo en TODOS tus guiones. 
Entonces ella había optado por un celibato casi indestructible, lo cual no evitaba que el poder de su seducción actuara. Después de encontrar frascos de tipos casi desconocidos había optado por una vida ermitaña. Esta reclusión había sido interrumpida por la fiesta de sus preocupados amigos, que no la veían hacía varios meses.

La última escena, la muerte de Horacio por la yakuza que lo confundía con otra persona, era desgarradora y terrible. Se permitió una pausa para mirar lo último distinguible del fantasma de Horacio su sonrisa esfumándose mientras terminaba de tipear: FUNDE A NEGRO.