miércoles, 10 de octubre de 2012

De las desaveniencias del mundo del desempleo II (Preocupacional)


En la salita, con el televisor vomitando TN a todo volumen, éramos como diez. Todos intentando no mirarnos, a ver si nos contagiábamos a simple vista. De una serie de puertas, salían los empleados a llamarnos ¡176! gritaba uno y entonces un muchacho medio bizco de nariz larga se levantaba, para volver un minuto después, con la ropa fuera de su lugar y el brazo luciendo un pedacito de algodón pegado con cinta, sosteniéndose cual un lisiado.
Era imposible no mirar, parecía una sesión de tortura comandada por la televisión. Los diez o doce en una sala vacía en el centro y con sillas pegadas a las paredes gris-blanca. Sólo el ruido de una máquina de café vetusta y nuestras dolencias, economizadas o no.
Justo enfrente mío, una chica con un conjunto de ropa que sólo tenía en común que estaba sobre el mismo cuerpo, hablaba con un pelado con gorra. Le contaba experiencias de una vida jipiesca, de una amiga suya que sobrevivía en el norte del Brasil viviendo nómademente y había tenido dos hijos en la ruta. El pelado asentía, evidentemente no dejaba de pensarla en performances sexuales acordes a su condición de mujer libre. Ella pasaba a explicar que se dedicaba a armar muebles con cosas que reciclaba ¡174, por favor! y una mujer con cara de haber dormido poco entraba detrás de un petiso con ambo de médico celeste. Puta madre, yo 173 y no me llaman. Ya había armado una cómoda con discos viejos y unas sillas desfondadas...el pelado asentía y ella le sonreía con la mano derecha sosteniendo la mochila ¡175! ella se levantaba y el pelado la miraba irse, las botas terrosas y el pantalón caído. En eso, un barbudo con bombacha de campo y cuello de cura. Entró como quien entra a su casa, saludando a dos o tres conocidos y sin querer esperar. El entusiasmo le duró hasta que uno de esos conocidos le explicó que había que esperar. 
Lo más parecido a un taller de la salud y yo esperando que le mientan a mis futuros empleadores, diciéndole de mis notables condiciones para hablar por teléfono y mi atlético estado de “hombre sano”.
Cuando el notero tan aparatosamente indignado de TN comenzaba a mostrar el escándalo de un robo de bronce a los bomberos de Zárate y yo empezaba a lamentar haber pasado tanto tiempo en ayunas para que “salga todo bien”, el mismo petiso en ambo celeste, se acercó a una de las puertas de la sala y lanza ¡cientosetentaytrés! Y yo me alzo, como triunfante y aliviado. Lo sigo, entramos en un cuarto que apenas sirve para que entren dos personas. Una silla con un brazo que es una plancha de metal y una mesada con una infinidad de tubitos de sangre. El muchacho me dice que me siente y me arremangue. Estira un pedazo de manguera de goma y lo cierra arriba del codo. Me dice que respire profundo y veo como una sustancia color vino llena la jeringa. En ese momento me pregunto que harán con la sangre que le sacan a uno sólo para chequear si está sano. Amago a preguntárselo, él no me da tiempo, apenas depositó la sangre en uno de esos tubitos, me pone un algodón con alcohol, cinta, me dice que me sostenga y que espere la última revisación en el otro salón.
Es un problema memorizar caras. Más que nada porque muchas veces te puede bloquear la mente cruzarte una, probablemente sin sentido y sin ninguna justificación para ser recordada, y no tener el lugar exacto donde se ubicaba. Entonces un salón lleno de gente alternativa, sacudiéndose con frenesí medio diabólico, medio impostado, stoner rock, oscuridad premeditada, mirar todo con ojos extraños y de “y yo con mi camisa rosa”. De golpe, ir a la barra en busca de la reconfortante familiaridad de la cerveza, que mis amigos no llegaron y yo acá no corto ni pincho. Un cartel en tiza rosa “tragos satánicos” (automáticamente pensar en Otto, el chofer de los simpsons) y preguntarle a la chica hermosa y rara del mostrador de qué la va el asunto y que te explique que se hacen con sangre, te señale a la otra esquina de la barra y el mismo petiso, con una remera de Dimmu Borgir, alzando en sus manos una copa de plástico, y mirándote, no sabiendo de donde nos conocemos las caras.

lunes, 1 de octubre de 2012

De tardíos exorcismos, malos audios y cielos perdidos


Al oído sincero y  la áspera honestidad de Catalina,
aunque no basten todos los textos.




Entonces era verla bailar y sentirse el peor de los marcadores de punta, ese que ya sabe que su destino es siempre perder a su marca, una excusa, un obstáculo entre los escupitajos de la tribuna y el verde césped. Algo, sin embargo, alguna de esas fuerzas que uno desconoce en su interior, algo mágnetico, primitivo e insondable hacía que esa rendición nunca fuese tan completa.  Había algo de admirar a las estrellas e inventarles historias inaudibles. Como si alguna vez un arquitecto egipcio, harto de no saber que hacer con una pirámide en su juego de legos hubiese decidido que Gizeh sería un eterno homenaje.

Pero la cosa no empezó ahí, siquiera se podría determinar ese momento, él recordaba alguna tarde de verano, la tarde cayendo en las baldosas y un silencio de alero entrecortado por el ir venir de otros. Querer filmarlo pero no saber como, haber perdido un montón de palabras en una ventolera mental. El ferné fresco y un porvenir enigmático. Las horas perdidas ante el delicado y dulce cuchillo del ocio, y siempre esa espera impotente.

Una voz a poco centímetros y la mirada perdida, ella explicándose sin explicarse y la infinita sensación de que el tiempo se hace light-as-a-feather al uso de Chic. Ahhh... porque también eso, su voz.
Eran incontables las horas que se le habían ido meditando el asunto al caminar. Barrios, autos, rostros, todo resbalaba y él, el rostro serio y la mirada perdida, y meta pensar viera usté. Para colmo siempre que la distancia lo apaciguaba, cuando de pronto se sentía menos 4 del equipo recién ascendido y más nube que fluye, algún motivo hacía que ella se acercara.

La historia marca que cualquier momento significativo no tiene la música que uno quisiera. Tal vez por esos caprichos cinematográficos, por la costumbre de esperar el auto-travelling-largo con Oscar Peterson de fondo y luego su primer plano sonriendo ante una pared de ladrillos, el universo  te dice que no flaco, que las cosas son mucho menos esplendentes en el mundo real y ahí está el yeite. Pareciera decirte, la realidad es siempre superior a la ficción porque rompe cualquier cosa planificada.

Y entonces, el más frío de los fríos mentales. Fumarte la supernube que te sigue a todos lados, pero calzarte los timbos y quécarajonojugarsiesrendirse. Y (como pasa como sale el más mediocre y descendido de los teams) siempre empezás con la misma de siempre. Que qué hago acá, que la estoy pasando mal porque no pertenezco a acá , y de hecho a ningún lado, y siempre que te agiten, porque vos estás para más y no tenés que dejar que las 17 gambetas que te comiste...

La escena es mucho menos interesante. 
Los saludos del caso. Colgarte la mochila, esperar que el tiempo entre la calle amarga y dormirte en tu casa se reduzca al mínimo, por ahí hasta que radio clásica te regale algo. 
Interior de una casa, un largo salón con una cocina. 
La cumbia más fea que imagines, la de cuando ya nada importa. 
Luces azules y negras, como si no significaran un oximorón. 
Gente con la cara en otro mundo. 
Y saludarla ¿para qué? ¿qué esperás? pero ya esquivaste a dos y estás al lado. Bueno, me voy. Que bueno que hayas venido. El abrazo que se prolonga y vos empezás a sentir que pasaste al ocho y encarás al área. 

Silencio de los protagonistas. Los acordes del temás más paco del mundo. Un beso en la mejilla, el runrrun de su aliento entre tu oreja y la nuca. Vos, de golpe te dejás comer el orillo de la discresión y le decís que todo el viaje (sí, el puto viaje de dos horas, la combinación en Temperley, Constitución, el frío, el 65, las vueltas eternas) se justifica con ese abrazo. 
Y entonces otro y ahora agarrate, porque tenés el zurdo tocando más fuerte que nunca, medio que te vas hablando de pavadas, pero no se te va a ir la imagen y la sensación.
Aún acompañado, salís a la calle sin saber de qué hablar y la vuelta a casa será una mierda sí, pero que importa, si cuando bajás, con la cara congelada, te das cuenta de que la luna se enteró de todo y te sonríe.

Por esas cosas, cualquier derrota no es derrota.