miércoles, 8 de mayo de 2019

El dulce encanto de despertar.

"La esperanza es el sueño del hombre despierto."
Aristóteles



Carajo, eso era confort. Ese tipo la tenía clara, se notaba a la legua. Como en una pintura, la figura del Ingeniero Lacri se recortaba envuelta en una fina chomba blanca contra el lago más azul que nunca. Era la tercera vez que Zulma lo veía en la mansión del gringo. Nunca había visto a alguien tan poco enérgico en su vida. Se hacía poner las medias por su edecán, jamás movía un dedo para hacer nada y había visto como le dictaba un mensaje de celular a su secretaria.

Por otro lado, era como cierto prestigio, en esos días los que atendían la casa del patrón Louis oscilaban entre el celo extremo de los caseros y el tembloroso traqueteo inseguro de tener a alguien así en casa. Todo lo que quiera mi amigo se lo dan le había escuchado decir al gringo unos días antes. A ella le tocaba una parte bastante más sencilla que a los demás, apenas atenderlo en el comedor y abrirle o cerrarle las persianas. Lacri parecía no tener el más mínimo registro por el personal de la casa, en más de una oportunidad los había chocado mientras pasaba y había dicho un improperio a la Julia, la mucama más joven.

Nadie podía decir, nada ¿cómo hacerlo? Había algo en el andar y en la posición del Ingeniero que había inspirado a Zulma algo de respeto en él. Pero cada día de su estadía se volvía más y más pesada la carga en su interior, porque Zulma había votado por él. Según se dice, no se puede mezclar la personalidad de alguien en su evaluación profesional, pero esto era imposible para ella. Ellos estaban acostumbrados al ligero asco con que los trataban los patrones y sus amigos, pero esto era mucho peor. Lacri manejaba una falta de energía incorporada a su andar, sus acciones, su propia organización que molestaba aún más a Zulma.

Entonces lo miraba, allí recostado, la cabeza caída hacia un costado, un hilo de baba y el televisor prendido. La luz de la tarde le quitaba contraste, pero Zulma, chicata y todo, podía distinguir bien lo que se veía en el noticiero: Un policía tomaba a una chica de los pelos y la arrastraba. No podía creer esa fiaca, ese lujo que ella no conocía. Ese trago carísimo agüándose bajo el sol de la tarde, ese algodón fino, ese sillón infinito y confortable.

Zulma volvió en sí, llevaba un par de minutos mirando dormir al presidente. Al salir, uno de sus guardaespaldas la miró muy mal y le pidió su nombre. Su tono de voz fue tan atemorizante que no pudo más que responder con un hilo de voz. El hombre ancho lo anotó en un papel y le dijo que podía retirarse.

En el lavadero principal de la casa hay una televisión vieja que los dueños dejaron a sus empleados y una pila de diarios viejos. Ella casi nunca la había visto prendida, porque nunca se detenía en ese cuarto, pero ese día le encargaron el planchado. Raro, porque siempre lo hacía Julia. Encendió el aparato con culpa y empezó a planchar minuciosamente las chombas y pantalones de Lacri. Un rato después otro guardaespalda bajó y se sentó a mirar como planchaba, lo exigía el protocolo según decía. El hombre se limitó a sentarse en una banqueta y perderse en la novela mejicana de las cuatro. Dos mujeres discutían al borde de los golpes y ampulosamente explicaban la trama. Ambos, en silencio, asistían a la función como quien va a misa. Zulma bajaba la vista cada tanto para controlar su trabajo. Un pitido del handy del gorila cortó el clima, tenía que subir. Se despidió con cierta cortesía, parecía un buen muchacho después de todo.

Zulma culminó la larga pila de ropa, simétrica, perfecta, planchada al dedillo. Apagó la tele cuando el noticiero comenzaba, al parecer el valor del dólar había subido. Dejó todo en su lugar, cuando estaba por apagar la luz la puerta se abrió. Inesperadamente, apareció Lacri, los ojos rojos y recién despiertos. Se arrimo a las espaldas de Zulma y la tomó por el cuello. Así te quería agarrar le dijo mientras la mujer se esforzaba por respirar. De un golpe le pisó el pie derecho y él dió un salto para atrás. Vos no sos Julia, le dijo casi llorando. Zulma tomó la plancha de la tabla y le cruzó toda la cara. El Ingeniero cayó del lado de golpe y quedó en una posición que bien podría ser la de sus habituales momentos de descanso.

Cuando Zulma entendió lo que había hecho, se desmayó del susto. El guardaespaldas los encontró así, como durmiendo juntos en el piso y pensó que Lacri ya no era el mismo ¿qué era eso de encariñarse con una mucama?

lunes, 18 de marzo de 2019

Volver para irse -relato de una vuelta otoñal-



«Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y lo azaroso»
Borges




Quedó detenido en el borde del área chica, mientras el arquero rival apuraba a los alcanzapelotas. Quedó con los ojos muertos mirando fijamente esa imbécil pelota que había caído atrás del arco. Le zumbaba todavía en los oídos la voz de un púber en la tribuna “Jubilate, Zarrasqueta”

Se levantó, lentamente, mucho más lento que antes. Pensaba que el pasto era más amargo de lo que recordaba. Caminó apenas unos pasos y alzó los brazos. Pidió el cambio, el calambre en la pierna derecha estaba imposible. Se tiró al piso con resignación. Era el fin. Miró unos instantes los tobillos y los botines aún en movimiento, mientras la hinchada rival lo chiflaba por hacer tiempo. El médico aceptó sin dilaciones su afirmación, “No puedo más” y, sin demorar, los camilleros se lo llevaron con ese paso al borde del gag que los caracteriza.

Los más fieles hinchas lo aplaudieron como a un tótem o una reliquia, aún en su salida accidentada. Zarrasqueta recibió largos minutos masajes intentando destrabar su pierna. Estaba indeciblemente viejo, lo sentía en cada célula. El dolor no se cortó por varios minutos. Por suerte, ese día ganaron. Su decadente actuación había pasado inadvertida.

El doctor lo consoló, ese día había corrido mucho, los centrales del rival eran más rápidos. El técnico, amigo y ex compañero  de equipo, le pidió hablar después del partido. Zarrasqueta lo espero en el bufé del club con las rodillas envueltas en hielo. Todos pasaban y lo saludaban como a un viejo senil. Él lo tenía decidido, no jugaría más.

En el club tenían muchas fotos de él. De sus pasos por Italia, de sus goles en primera. Placas por sus donaciones y hasta un botín derecho enmarcado, el del ascenso al Nacional. “Soy un benefactor más que un goleador” pensó entre dientes. El agua que tenía servida, se le hizo intomable.

Fabián, su Dt, su ex compañero había pasado de marcador de punta voluntarioso a gran estratega en pocos años. Entre ellos no había necesidad de palabras. “Ya sé lo que vas a decir” le dijo a lo lejos “Te pido sólo un partido más, el clásico es en tres fechas”, se sentó a su lado a tiempo para verlo asentir. Se pidieron un moscato.

Tres semanas, largas, tediosas, amargas. Tres semanas que significaron una enorme exigencia a su cuerpo, se propuso estar lo mejor posible para el clásico. El preparador estaba sorprendido de lo rápido que había mejorado sus reflejos, su arranque, hasta estaba menos pesado. Zarrasqueta sólo quería ver como lo aplaudían al salir y saber que todo se había terminado. Con insistencia remataba contra un paredón del club ante la mirada de algunos pibes de las inferiores. Cada tanto los echaba.

Ese sábado fue el más caluroso en todo el verano. Cuando llegaron los visitantes, como era su costumbre se detuvo a mirar a los dos centrales (siempre sabe cuáles son). Uno era joven, alto y fornido y el otro viejo con cara de burro y petisón. Midió sus movimientos a la distancia y se acercó a Fabián “Dos o tres centros a media altura, pediles, por favor”, Fabián asintió.

Zarrasqueta fue capitán esa tarde, pero no pensaba discutir, ni pelear, ni separar peleas. Con uno bastaba “Hago un gol y pido el cambio”. Entraron bajo una lluvia de papelitos inédita, la gente estaba fervorosa y bullía ante la presencia del clásico rival.

El partido, como suele ser, fue simplemente horrendo. Los dos equipos, salieron a atacar sin ningún orden, lo cual resultó en un juego de captura de rebotes y muestras de impericia de los atacantes. Sobre el final del primer tiempo se comió uno, abajo del arco, que le hizo dudar que pudiera tener la gloria de mojar ese día. Le costaba correr y casi pide el cambio en el entretiempo. No veía la hora de terminar. Para colmo, el petiso que lo marcaba le había comidos los riñones a piñas ante la total pasividad del referi. De cada ataque volvía rengueando, frustrado, cansino, eternamente agotado.

Después de perder la última del partido, asfixiado le dio la espalda al arco, esperando el pitazo final. Sintió un fuerte dolor en la cabeza y se desmayó. Escuchó algunos gritos, pensó en una artera maniobra del central petiso y tocó el piso.
Entrevió a los rivales detenidos y simplemente, respiró por última vez. Luego los sollozos, algunos gritos de impotencia.

Mientras el línea se duchaba, el árbitro rubricó que el único gol del clásico lo había marcado Zarrasqueta. Después de todo, el rebote había sido en su cabeza.