jueves, 12 de abril de 2012

EL PERRO (Circa 2008)

Dedicado a Marzeu Lazovic por su incondicional aporte a mi escritura



Estigarribia no había dejado nada. Se había ido de este mundo, en la incomodidad de su catre frío, sin olvidar más que su cuerpo obsoleto. Cabeza de su paupérrima familia, el líder de su clan de condenados nada había quedado en su partida que lo materializara. Sólo el perro. Era un cuzco blanco y negro, de cabeza amplia y patas cortas. Absolutamente inútil, el animal había pasado una temporada de tristeza en la víspera y en las exequias de su dueño, para luego caer en la misma tendencia a ser molesto que parecía ser su razón de vida.

Los habitantes de la casa Estigarribia no eran para nada seres educados. Cultivaban la paciencia de una vida inútil, entregada a la búsqueda del dinero y al descanso en el tedio inconsciente de la televisión. Enrique era el hijo menor de los cuatro que había tenido el patriarca del conventillo del Once. Trabajaba en la limpieza de un shopping doce horas todos los días, ocho los fines de semana, siempre había tenido ganas de estudiar algo. No sabía que, más bien tenía inquietudes que no compartían quienes cohabitaban su casa y el cuarto en el que dormía. Intentaba leer en las pocas horas que tenía entregadas al descanso, procurando no ser aturdido por los gritos del cubo molesto que reunía a la familia. Así se adentraba en los escándalos de la política local, en historias de desfalcos gigantescos en Europa, en los adjetivos tendenciosos que la prensa arrojaba a algún centrojás. Alguna vez, cuando la oportunidad se daba y la fortuna lo permitía, un libro lo deslumbraba y se dejaba leer. Recordaba con cariño el día en que, con vergüenza y sigilo, había robado un libro en ómnibus camino a casa. Una mujer gorda iba dormida en el último asiento, de su cartera escapaba un tomo de tapas rojizas y no demasiado voluminoso. Antes de bajar lo sacó con delicadeza y lo puso en el bolsillo derecho de su sucio pantalón. Había llegado a casa sin sacarlo de allí por temor a ser visto.

Pero Enrique trabajaba, más que nada, yugaba. Sus horas se debatían junto a un gran carro de basura en el montacargas o limpiando los pisos de un estacionamiento subterráneo. En las temporadas invernales veía el sol a cuentagotas los fines de semana. Volvía a casa molido a tratar de pasar el menor frío posible y a esperar que sus compañeros de cuarto no fueran demasiado ruidosos cuando llegaran entonados de sus jornadas a la pesca de metálico.
Fue un jueves, más bien la madrugada de un jueves. Los coches apenas se escuchaban y un frío como de viento afilado invadía el pequeño cuarto en donde se ubicaba el calefón y la ducha, Enrique lo encendió y fue a la cocina en busca de una taza de té que consolara su gélido cuerpo. Esperaría unos minutos a que hubiese agua caliente para asearse.
Cruzaba el patio del centro de la casa con apremio, buscando su pantalón gris que debía estar tendido secándose, sobre sus tobillos se abalanzaba con desesperación el estúpido perro. Giraba el morro sobre sus pies, llenándolos de baba. Se bamboleaba y agitaba la cola, corría frenéticamente en un espacio ínfimo, dejando escapar unos bufidos agudos que taladraban sus oídos. Cada mañana es lo mismo, pensó, parece que se empeña en recibir golpes. Tomó un trozo de manguera y le golpeó, varias veces, la espalda al estúpido animal. Este no pareció recibir ninguno, su rostro peludo y baboso no cambió en lo más mínimo. La irritación invadió a Enrique y en un momento de total exasperación tomó un pesado caño de plomo del suelo y comenzó a golpear al animal, que lanzó algo similar a un ladrido y mostró los dientes. Terminó por darle un golpe en el hocico. El animal se apartó.
Luego de su té y ya más tranquilo, vio el morro del animal tinto en un mezcla rojiza de sangre y baba. Decidió que debía matarlo, que no podría soportar un resople más de ese cánido imbécil, sintió placer al imaginarlo aplacado a fuerza de golpes.

Trabajó todo el día. Llegó a casa dispuesto a tomar un baño y a leer un libro que su jefe le había permitido llevarse, luego de que pasara dos meses en “Objetos Extraviados”. El olor a vejez prematura que destilaban sus páginas algo amarillentas se le hacía casi placentero. Entró a casa y dejó sobre la mesa “Yerma”, esperando de su madre un beso y un plato de polenta. Siempre expedita, su rolliza y oscura madre parecía hoy apoderada por una lentitud extraña. Se acercó a él, tenía la voz tomada y la cara oculta tras una cortina de pelo oscuro. Le dio su plato y lo saludó sin demasiadas palabras, parca, se sentó en la silla a su lado a mirar el noticiero. El vio unas cicatrices rojizas y alargadas en su cuello y un golpe morado sobre su ojo. Dejó el plato sin tocarlo. Salió a caminar, no podía quedarse. Su vecino el profesor Rodalina le contó la escena. La madre de Enrique había ayudado a su hermana a huir esa tarde a Puerto Madryn. Rosa, era inmediatamente mayor a Enrique, estaba partida por largos meses de ejercer el más antiguo de los artes. Los hermanos mayores, Rulo y Carlos, se asían de las escuetas ganancias y las empleaban en “milagrosos y ventajosísimos” negocios, por eso habían llenado de manos el cuerpo de su madre. Al volver, observó como comían con fruición y desatentamente, mirando bailes en la tevé, junto a su madre.

Tomó su bolso azul y cargó en él lo poco que poseía, apenas cinco libros y ropa de trabajo. Se abrigó y salió por la puerta principal, sin ser advertido por sus parientes. La noche abovedada cubría las avenidas y los coches. Caminó sin pensar demasiado hacia donde. Sólo al llegar a las vías observó como lo seguía el perro blanco y negro, le arrojó una piedra y continuó su camino.

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