jueves, 12 de noviembre de 2015

Glew 18:11 o de los dilemas sentimentales del señor Janzonov



"Cuando me trato más, menos me entiendo,
hallo razones que perder conmigo,
lo que procuro más, más contradigo..."

Juan de Tassis


-¡Cuatro Alfajores Guaymallén por diez pesos!- pega el grito, afinado y melodioso un pibe con la camiseta de Quilmes. Pasa a mi lado y prosigue su marcha siempre de sur a norte. Agradezco profundamente haber tenido la inteligencia táctica de dejar pasar un tren, viajar sentado da una sensación bacana que reconforta. Abro el libro, como los últimos tres días, en la página setenta y dos con la firme convicción de que la pasaré y no me detendré hasta la ciento veinte. La lluvia castiga los laterales del tren, incesante y desprolija en su caída.

Apenas comienzo a leer la tercera línea, una sensación horrible y húmeda me recorre el brazo. A mi lado un hombre pequeño y empapado se disculpa por el desagradable roce con su saco mojado. Acepto, diplomáticamente y prosigo mi lectura. El tipo, canoso y atildado en el vestir, parece fuera de sí, como si sus ojos estuvieran lejos del abigarrado vagón. Sin dejarme llegar a la página veintinueve, me mira fijamente y pronuncia el comienzo de su desdibujado soliloquio.

-Ah, Quevedo, lo primero que leí en español- algunas vocales se pierden en su hablar, sus consonantes se imponen con virtuosa regularidad- Sí… poderoso caballero don dinero…es hielo abrasador…

Respondo con una brevísima y ligera inclinación de cabeza, he ahí mi primer error. La camisa blanca que lleva se adhiere a su piel dejando ver un continente de vellos gruesos y oscuros. Sonríe y prosigue.

-Sabe usted, me estaré dando un baño doble o triple hoy, me moje caminando hasta aquí, me mojaré llegando a mi casa y finalmente deberé tomar una ducha caliente- se ríe con ganas, yo no me permito ni un atisbo de contacto visual- como en las películas malas, llueve en los momentos más difíciles- su reflejo en el vidrio me muestra como palidece, casi a punto de desmayarse. Su boca toma un rictus de infinita amargura y sus ojeras parecen oscurecerse.

Le pregunto si se siente bien, si necesita el asiento. Él se niega con cortesía y me toca el hombro con una confianza que se impone como un tsunami sobre las naturales barreras de la conducta social.

-No, no se preocupe, el problema que tengo…si no le molesta que le cuente- me mira y sin que siquiera respire aceptando que continúe, se larga- Parece mentira, yo no comprendo cómo se comporta mi mente y mi corazón- la erre patina como señora gorda en pista de hielo- porque verá, me encuentro ante un dilema... Primero, me presento, disculpe la descortesía… Alejandro Janzonov….

Él espera con la paciencia metódica de los densos que le diga mi nombre, pasa un espacio de casi un minuto, me extiende su mano y me veo obligado a contestar, Miguel Grimblatt, le miento.

-Se imagina, Miguel, que no es cuestión de andar diciéndole estas cosas a cualquiera…pero necesito desahogarme- le respondo apenas con un levísimo gesto y al instante me arrepiento, una curiosidad de vecina chismosa se impone a la lógica- soy un hombre comprometido, vine con mi pareja de Ucrania apenas se aprobó la ley de matrimonio igualitario. Somos felices, hace largo tiempo que no pasamos problemas económicos y convivimos bien, en armonía.

Me resigno, guardo el libro en la mochila y, por primera vez, lo miro. El alivio se dibuja en él como si la lluvia se detuviese de golpe. Le pregunto en qué reside su dilema. Se infla en pleno desahogo y deja caer las palabras.

-Sucede que hace varios días, en mi trabajo diplomático conocí a un hombre, un muchacho que no parecía distinto de cualquier joven de los que uno cruza en el círculo de las cancillerías. Pero me miraba con insistencia, como…como cuando los adolescentes se enamoran…había siempre algo en su forma de hablarme que me resultaba hipnótico, delicioso…
Se sonroja un poco, sus aparentes cincuenta años viajan a la infancia. Duda antes de proseguir, pero mi curiosidad se impone a su vergüenza. A esta altura, cualquier lector avezado se podrá dar cuenta que lo único que animaba el cansino viaje en tren era la charla de este personaje extraño que abría inusitadamente su intimidad.

-No se ría de mí, por favor. Esto podría pasarle a usted también- asiento con empatía- Esta mañana, me crucé con él en la cancillería y me besó en la escalera de emergencias. Me sentí como usurpado en mi dignidad, sin embargo, no podía resistirme. En su perfume y sus modos sentía algo que estaba perdido en mi memoria…- sus ojos toman un brillo particular y detiene un momento su relato, empujado por un vendedor de chips telefónicos.

La lluvia a la altura de Escalada es inclemente, se filtra por cada rendija del desvencijado vagón. Un muchacho dormido en el asiento opuesto al mío se moja y apenas reacciona. Janzonov parece detenido ante una bifurcación desconocida. Le pregunto qué sucedió después.

-Después de ese beso, no tuve vuelta atrás. Pasamos todo el resto del día en su departamento. Ahora vuelvo a casa, con mi pareja, Iván. Él no sospecha siquiera nada de esto…-su voz se torna oscura- con él, me siento joven, con Iván, cómodo y amado. No sé porque llegué a semejante situación, como un colegial desbocado...

Llegamos a Lomas. No puede entrar nadie más en el vagón. Janzonov está casi sobre el asiento que compartimos el bancario que viaja enfrascado en un juego de celular y yo. El tren retoma su lenta marcha, no se escucha más que el incesante golpe de las gotas estrellándose sobre todo

-Le tengo que pedir disculpas, Miguel, pero es que esto me desborda y me oprime el pecho. No sé que hacer…Es como si las cosas se confabularan para destruir el orden natural y volver a traer la hermosa irresponsabilidad de la juventud- se ríe, pero con amargura.

Cuando el tren se detiene en Temperley, Janzonov parte raudo entre la gente sin siquiera despedirse. Como un fantasma, como una sombra, empuja a unos adolescentes pavotes y sale por el andén. Lo veo perderse entre la multitud que desesperada busca el reparo del techo de la estación.

Hijo de puta, pienso, me tiró encima toda su mufa y sus problemas y se bajó. Maldito fantasma, maldito ucraniano. Bajo del tren junto con el bancario, que busca con desesperada insistencia su paraguas.

Al bajar en Adrogué, no sólo me repito en mis maldiciones, además estoy en alpargatas en plena tormenta. Comprendo con claridad supina que Janzonov le hizo el paraguas al bancario.


No puedo evitar reír como un tonto mientras me empapo camino a casa.

jueves, 3 de septiembre de 2015

M< 9 Msol


“Toda mi vida no ha sido tan larga como este otoño”
Konstantin G. Paustovski


Apenas retira su ojo del lente del telescopio, Leonid Zirkanev deja resbalar por su mejilla una larga lágrima que cae sobre su informe del día. El amanecer amenaza la colina de Púlkovo, enterrada bajo un metro de nieve. Los números, en prolija tinta azul, pierden sus contornos y en vano, el astrónomo intenta secar el papel rozándolo con los dedos. Detrás de él, permanece parado el guardia del observatorio. Lleva un fusil y mantiene una insólita posición de firme. Un silencio irreal lo envuelve y no se oye siquiera su respiración. Sin recibir respuesta, Leonid lo saluda, mientras cierra la puerta que conduce a las escaleras.Su respiración entrecortada y angustiosa baja lentamente hacia el sótano de los residentes.

La última pisada, se dice el muchacho, la última fue perfecta. No obstante, tanto él como el resto de los concurrentes al estadio mantenían una mueca de desencanto. Viajaban en los atiborrados estribos del colectivo en triste amontonamiento. La noche era húmeda y el calor no cesaba. Era imposible no entender que todo era un montaje ridículo. Los invitados, conos al servicio del homenajeado, pasaban a reírse como en el picado más sonso de un asado familiar. Sí, era cierto, Rubén con dolor lo admitía a su fuero interno, todo había sido una maniobra comercial. Pero Morán, Morán y su magia, Morán el de la pelota al hueco, de la pisada, del súbito caño, Morán el diez, el mágico. Morán todo lo merecía, menos esto.

El café en la jarra de lata era el más amargo. Leonid, los ojos clavados en la ventana, detrás de sus vidrios, los pinos agitándose infinitamente por el viento. Lo peor de todo era que debía quedarse de guardia por dos días, hasta que la tormenta cesara. Los principios son sencillos de aprender: el hidrógeno al interior, se había convertido en helio y se había enfriado lentamente, quizás con más precisión, en los últimos años. Los últimos trece años, los años en que Leonid la descubrió. Diez millones de años atrás, permanecía en el abovedad anonimato celeste. Sólo esos trece años alguien la había visto. Leonid sólo fue un mudo testigo de su agonía.

Las cuadras desde la ruta hasta su casa, Rubén pateó incesantemente una lata. Con ira contenida, con la rabia de la muerte. Morán, el que la pisa de espaldas y habilita con un ligero pase de suela, había caído. La más funesta de sus misiones había sido cumplida. El arte envuelto en sus quiebres de cintura, una vez más, era el alimento de los vivos, de los truchos, de los mercaderes. Seguramente, sin reconocer este último acto traidor, esta última tentación monetaria, Morán se secaría ahora la espalda y pensaría en los placeres que esa misma noche inundarían sus sentidos. Recién allí, casi llegando a la esquina de su casa, Rubén comprendió la lógica misma en que Morán estaba sumergido. Pero esto no justificaba perder la dignidad de morir como un guerrero, pensaba, masticando sin ganas los fideos fríos que le habían dejado. En el patio, apenas se percibía el goteo de un cuerito eternamente roto. Rubén se sentó en el borde de la pileta de lona y lloró, larga y pesadamente recordando la imagen medio chueca y alargada de Morán saludando al público.

Irónicamente, el nombre estaba reservado a una  matrícula, pero había encontrado una especie de poesía recitando suavemente 586 PERSEI. Exhalaba el aire en cada número, para que no sonase como el cinco de cuando pagaba un ómnibus,  el ocho del teléfono de su casa, el seis que cerraba su número de legajo laboral. Cada mili segundo en que la nombraba era producto de una larga identificación. Un tonto, pensaba Leonid, intentando conciliar el sueño bajo unas rústicas frazadas. El momento en que el brillo cesaba lo atormentaría por el resto de sus días.


La luz de la luna resalta el gesto adusto de Rubén sollozando por última vez y secándose los mocos con la mano. Su héroe había elegido el peor final. No le bastaba haber vuelto a dar apenas unos últimos destellos al club en el que nació. Hasta allí, incluido un ascenso altamente opaco y unas pocas pinceladas de su antiguo esplendor, las cosas lo habían dejado irse por la puerta de atrás pero con la gloria en los hombros. No, no bastaba con ese final agridulce, algún genio, algún hijo de puta, pensaba Rubén, había pergeñado esta hábil treta teatral. Una amargura sin fin se hizo nido en su rostro mientras dormía. Una nube pasó tapando la luna y el mismo negro paño cerró la tragedia repetida.

viernes, 28 de agosto de 2015

Breve acuarela informe: De los obstáculos de la educación enciclopedista.

Pobre Juan,
que puede ver su cara y nada más

Pappo 

La certeza. 

Un monolito firme en el desierto de la realidad. 
Horas desandadas en el lógico cultivo de la Razón. 
El circuito de palabras que la compone:laberinto conocido, oculto a los tontos ojos de su dueño.

La certeza persiste, terca.

Suena a metal templado.
Es una espada, su supuesto filo nos garantiza la seguridad de lo correcto.
Su punta roma parece aguda y precisa al tacto.

La certeza, impertérrita y constante.

Detrás de las orejas y en perpetuo canto.
Oliendo a victoria, a destino exitoso, a viaje memorable.
La concatenación hipotética: sumatoria fría y aséptica que en azul combustión calienta el roce de los pies en el camino.

La certeza, vieja y desdentada, se ríe.

Nos mira y sus encías gomosas colisionan con espamos alegres.
A costilla de nuestra mente,

a costilla del futuro,
a costilla de los frutos podridos,
a costilla suelta, 
ríe.

Y se desvanece, 
sin dejar la sonrisa,
cuando nosotros
paspados y agotados

descubrimos su irrealidad.

martes, 28 de abril de 2015

Un breve paseo por la ciudad de los gorilas amarillos


A la justificada rabia de mi amiga justiciera.

“El resentimiento es como tomar veneno y esperar que otro muera”
Anónimo popular.

Al llegar al puerto en misión diplomática poco conocía yo de la ciudad. Apenas algunas referencias de un fálico monumento que orna el centro y de su costumbre de ingerir bovinos sin refreno alguno. Mis camaradas me habían advertido sobre las ambiciones de sentirse cercanos a la burguesa refinación de París y elegir vivir reglados por la ley de la jungla, lo que constituía un doble absurdo ideológico, estando en la bella Sudamérica.

Apenas caminados algunos metros en la ciudad, noté lo irascible y racistas que eran sus habitantes, los gorilas, trajeados de muchos modos, no temían en exponer los más ridículos anatemas contra todo el reino animal sin concebirse dentro de él. Algún azaroso e improvisado giro del destino les había dado además, la posibilidad de conducir vehículos de combustión interna que, lejos de acercarlos a la razón, los sumía en todas las variantes del desenfreno animal.
Algunos ululando por las ventanillas, otros ciegos de cualquier semejante y otros amontonados en orgiásticos envasados de transporte, todos a su modo, parecían reducidos al primitivo dominio de un dios, casi como vulgares hombres. Afortunadamente, allí, como en el resto del mundo, sobra el concilio ecuménico entorno al Dinero, con lo cual sus modos y costumbres eran perfectamente maleables a su capricho.

Con el objetivo de analizar el panorama político, se me envió a observar su comportamiento eleccionario. Grande fue mi sorpresa al descubrir que elegían ser gobernados por una serpiente y muchos roedores. Más aún, que se consideraban fuera del reino que los albergaba y del que eran una ínfima parte. Las disposiciones de la serpiente a cargo, una autoridad eclesiástica del Dinero, se alternaban entre el ridículo y lo vergonzoso. A la reglamentación del amarillo como color oficial, ajeno e importado, se aunaba la firme voluntad de mantener todo tipo de esclavitud para los animales de la ciudad. El ofidio oprobioso, soñaba con el reino que supo mantener algún primate predecesor en la Orden del Dinero algunos años atrás. El resto del reino, con excepción de la creciente población de gorilas amarillos, parecía reticente a tal elección.

En la jornada en cuestión, un domingo otoñal, todos los animales de la ciudad corrían a las urnas a elegir quienes podían ser sucesores de la víbora. Por su parte, el Lord Mayor reptil había propuesto a una rata de escaso pelaje para sucederlo. El candidato tenía serios antecedentes como caballero de la Orden del Dinero y no prometía más que seguir el mandato de su mentor.  Garantizando más abuso de sus guardias, reducción de cualquier posibilidad de evolución, abuso de los frutos de los habitantes y frivolidad ridícula en todas las formas posibles. Los gorilas, ataviados en múltiples colores y seducidos particularmente por el amarillo, creían casi seguro su triunfo.

 Recuerdo con exactitud ver un gran parque teñido, por disposición del Lord, por estrafalaria iluminación. Desde el suelo y pendiendo de los árboles un elaborado tapiz de luces eléctricas daba al parque un aire de discoteca. En rigor, con este breve ejemplo, se coagulaba la metáfora exacta de las elecciones de los gorilas: en el contorno y el interior de la plaza reinaba un paisaje post apocalíptico. Muchos animales permanecían inmóviles poseídos por la miseria, mientras otros se entregaban a vulgares placeres que los reducían casi a humanos y de los peores.

Esa misma noche, el triunfo de la Orden fue celebrado por los seguidores del ofidio en un festejo teñido de plásticos globos y músicas alusivas. Nunca comprenderé a estos animales- pensé, casi abordando la nave de vuelta, intentando componer un informe sobre mi visita- que se pintan de un color ajeno y elijen el peor veneno humano.

Durante la elaboración de la nota para mis superiores, caí en cuenta de que, mientras casi todos los venenos tienen nombres largos, los hábiles ayudantes de la Orden habían elegido uno de tres letras.

Tal vez en su engañosa brevedad residía su eficaz popularidad entre los gorilas.

lunes, 6 de abril de 2015

Morir de amor


"...pécher contre le corps mais non contre l'esprit…"



La púa del tocadiscos toca el borde haciendo que la fritura del final del disco sea el único sonido dentro del cuarto. Con mecánica precisión ritual se levanta por última vez, entonces Martín, adolorido, desenchufa el aparato. Catorce veces, catorce veces exactamente, Charles Aznavour había repetido la letra con idéntica voz engolada. Cuando la poesía se vuelve realidad, piensa romántico y borracho Martín, uno es capaz de comprender la gravedad de sus errores.

En la mesa, junto a la que el hombre tensamente sentado exhalaba su pena, descansan los restos de la cena, como una burla: dos platos sucios de salsa, dos vacías botellas de vino y un grupo de colillas con la rojiza huella de sus labios. Con los ojos entrecerrados, Martín recorre las paredes del cuarto que gritan descoloridas el hueco de su ausencia. El juego de sombras de su pecado, su lasciva rendición a la carne, la prueba de su debilidad de espíritu, habían desfilado allí, ante los ojos de una testigo inesperada. En la soberbia del deseo, había subestimado el orgullo de su compañera de años. Sólo así se entendía su profano accionar.

Ahora, el pecho le aprieta, la habitación verdosa parece detenida en el tiempo. Mareado llega a los tropiezos hasta la cama donde aún reposan, como policíaca prueba de su infidelidad, los vellos púbicos de Daniela. El ardor de la sugerencia de su compañera de oficina había terminado por tentarlo. Simplemente no había podido resistir a los roces de su cuerpo, siempre amparados en la accidentalidad, y al suave e intencional vapor con que le acariciaba los oídos.

Las lágrimas cubren el rostro de Martín, hubiera querido escuchar una vez más la misma canción, ver los ojos de Cleo al otro lado del cuarto y sentir, como antes de la traición, que bastaba ese simple acto para comprender la reciprocidad de su amor. Había sido inocente al creer que bastaba con el discreto paño oscuro del secreto, que Daniela descorrió con cierto orgullo descuidado, para ocultarse. Tantos consejos había desoído Martín de padre, madre, amigos. Todos, con la implacable lógica de quien no entiende el amor, se habían encargado de enumerar los riesgos de llevar a Cleo a su casa. A tanto había renunciado ella para ser una eterna extranjera en la vida suburbana de Martín, para resignarse a la cajita de cristal que cuidaba su amado con esmero.

Afuera, ya se escuchan los primeros coches, la madrugada agonizaba. Insomne, Martín sentía su cuerpo marchito y afiebrado. Daniela, calcula con acierto, ya hace rato que está en su tibia cama y seguramente duerme con la paz del animal satisfecho. Sólo los párpados de Martín se sobresaltan cuando el viento cierra la ventana. Su soliloquio de ebrio sin oyentes parece desatarse. Los infortunios gozan en la multiplicación, intentaba decir al aire, si aquella ventana se hubiese cerrado antes, la insólita fuerza que tuvo para destruir el muro de vidrio…toda esta frase inconclusa sólo era un balbuceo rígido y baboso en su boca. Una fuerza oscura corre hacia su corazón. Su mente trabaja en un confuso baño de vapores, tanto como para olvidar el burlete ausente en la puerta y confundir el viento del amanecer con el siseo de Cleo. En su agónico sueño ella vuelve arrepentida de aquella mordida venenosa y de su furtiva salida, como haciendo el papel de la amante, por una ventana. Esta fantasía reconforta su alma, condena al olvido el dolor que paraliza el dolor de su corazón deteniéndose envenenado.


Esa mañana, algún desatinado y amarillo cronista osaría a sugerir los gruesos dividendos que implicaría una denuncia a quien le entregó el ofidio falsamente inofensivo a Martín. No advertía, sin duda, la aplastada cabeza de Cleo debajo de la rueda del móvil que transmitía sus pedestres reflexiones.

viernes, 6 de marzo de 2015

Al servicio de la trama



"Nada grava tan fijamente en nuestra memoria alguna cosa como el deseo de olvidarla."
Montaigne

Al involuntario y distante encanto de la señorita L. 



Entonces, para ella empezaba así: Escena 4/ Exterior patio de lo de Severina/noche/ verano. Se quitó la banda que le sujetaba el pelo y dejó caer un pedo riendo con picardía, como las más infantil de las infantes.  Apenas se percibía el ruido de la avenida lejana y el roce de la parra contra todo, los alambres, las otras plantas, contra sí misma.  En medio del progreso, las hojas apiladas en la pantalla estaban perdiendo fuerza, necesitaba levantarse de la incómoda reposera. Mientras caminaba hacia la cocina, el patio se le hizo larguísimo. Llevaba varias horas sólo a base de agua y a olvidar todo a su alrededor.

Al abrir la puerta, entendió que necesitaba un personaje masculino. Puta madre, no puedo recurrir otra vez a… En la heladera reinaban los restos de su cumpleaños, el día anterior. Una olvidada botella de sidra le hizo saber que sería él. Pero de todos modos, no podía. Se dejó caer junto a la mesada, justo al punto en que lo único que se veía eran los restos de la fiesta inundando el piso y los zócalos. Los humanos manejan conceptos extraños, pensó, reposeras incómodas y festejos que consisten en dejar una mugre sin precedentes en la casa del agasajado. Debía comer, por ahí así sí, se mintió a sí misma.  

La última vez también había sido víctima de la misma práctica y el éxito le permitió comprar hasta una alfombra persa. Al final, por un puñado de dólares cualquiera es lo que precise la máquina. 

Primero desconectó el teléfono, luego el timbre. Cerró todas las ventanas de la casa. Todo masticando mecánicamente la fugazzeta fría con gusto a heladera. Cuando entró a su cuarto, se miró en el espejo, se acarició mecánicamente el torso y sintió más confianza.

No sabía cómo había empezado. Recordaba con cierta vaguedad un verano en Miramar, el rostro colorado del pibe, un beso de médano y luego encontrar el cilindro de vidrio en su mesa de luz. Con el correr del tiempo, mirar los frasquitos se había vuelto la diversión de cualquier día de sol. Al trasluz se apreciaban con más nitidez los contornos, el tinte, la sustancia ámbar que los conservaba. 

Sólo siendo más grande pudo entender el funcionamiento de la cosa y sus consecuencias.

Se cambiaba con rapidez, apuro e inseguridad ¿por qué? Después de tantas veces, no había razón para elegir y cambiar constantemente el vestuario.  Entonces, decidió volver a ponerse la misma remera estirada al borde de la rotura y el joggin que tenía antes. Había perdido quince minutos más de vida, más vale que no volviera a putear al 124 cuando tardaba en llegar. Luego, la tarea más difícil, despejar la pieza para darle el espacio suficiente.

Era lunes. Un lunes infeliz de invierno, ella llevaba unos borradores en la falda y los leía entre Lacroze y el Correo. Ese mediodía llevaba cinco vueltas al circuito, él se subió en Tribunales. Llevaba la misma ropa que el día aquel. Ella se le acercó con vergüenza y él no la registró siquiera. Ella se puso cerca al punto de poder ver sus ojos, apagados y tintos en negro. Recordaba su boca, pero ahora la veía descolorida y reseca. Entonces vio como él se levantaba y al bajar se compraba el último número de una revista de noticias amarillista. Lucio había perdido su alma. Aquel violinista romántico y prometedor, andaba deambulando por su ciudad al servicio de la ley ¿Cuántos más habría?

Rotularlos era la tarea más difícil, pero la pude cumplir con éxito, dijo mientras abría el doble fondo del placard. De allí sacó unas cajas de madera, dentro de ellas, decenas de pequeños cubículos retenían, uno separado del otro, a un ejército de desafortunados. Lo que más le dolía era ver los rótulos de aquellos que había sabido amar con devoción. Antes de encontrar la que buscaba, decidió montar el aparato.

La idea de revivirlos era ridícula, ella lo sabía, de hecho no estaban siquiera muertos. Pero era imposible reconectarlos. La maldición vendría de sus antecesoras polacas, brujas contratadas por los reyes para desalmar a sus enemigos, o simplemente era un rayo más cayendo sobre una mortal más. Tampoco importaba demasiado, su única esperanza era intentar que sus encerrados culminaran su existencia.

Cuando eligió el frasco de Horacio, supo que hacía lo correcto. Entonces se sentó y empezó (adagio en fa sostenido) la operación. Llevó el frasco al interior de la gran lámpara y su figura surgió de inmediato, proyectándose con una insólita nitidez sobre la silla de paja. Allí, sentado, Horacio fumaba despreocupado. Ella recomenzó el escrito.

Con Edgardo fue la alegría total. Después de hacerlo personaje de “Las inclusiones", su repentina muerte al final lo había liberado. El frasco vacío valía más. Totalmente transparente, el vidrio dejaba pasar la luz y ella se reconfortaba. Con el tiempo, le fue encontrando la mano, no era cuestión de meterlo en cualquier trama a ser carne de cañón. Su inclusión debía ser orgánica, coincidir con el tono de la historia, Edgardo fue el hombre perfecto para ese personaje.

Escribía con una velocidad que superaba todos sus trabajos anteriores, sólo interrumpía el trabajo para tomar agua o masticar un trozo más de pizza tibia. Sólo había levantado la mirada del monitor una vez y Horacio sólo era invisible debajo de la rodilla.

Además, le decía sin saberlo una productora, no podés matar un tipo en TODOS tus guiones. 
Entonces ella había optado por un celibato casi indestructible, lo cual no evitaba que el poder de su seducción actuara. Después de encontrar frascos de tipos casi desconocidos había optado por una vida ermitaña. Esta reclusión había sido interrumpida por la fiesta de sus preocupados amigos, que no la veían hacía varios meses.

La última escena, la muerte de Horacio por la yakuza que lo confundía con otra persona, era desgarradora y terrible. Se permitió una pausa para mirar lo último distinguible del fantasma de Horacio su sonrisa esfumándose mientras terminaba de tipear: FUNDE A NEGRO.