sábado, 28 de abril de 2012

La tercera persona (2009)


Se acostará, como siempre, a la hora en que comienza el ritual celoso de los gatos. Levantado el cobertor verde, se sentará sobre la cama, programará el despertador y beberá sin entusiasmo un sorbo de agua para tragar los somníferos.
Luego, recostado, mirará la curva del hombro de su esposa, que le dará la espalda mientras deja salir esas exhalaciones que no llegan a ser ronquido, son más bien rumores de desprecio. Una vez apagada la luz, se estirará cuan largo es, dejando salir un bufido y se acariciará las sienes y los párpados. La oscuridad habrá a esa altura atenuado, permitiéndole ver los arabescos del papel tapiz junto a su cama y como se sacude el árbol junto a su ventana, dejando entrar un  tufo a ramas secas. Contando las puntas de las flores que ocultan el blanco de su almohada, irá dejando caer en reposo sus miembros exhaustos.

Ve entrar sus pies entonces al jardín de los Macías, ese en el que hollaba el pasto en su infancia, y se acerca a la fuente asediada por hiedras, el día es claro, sopla un viento casi imperceptible. A lo lejos se escucha la voz de una anciana cantando en italiano, quizás su abuela. Con la espalda apoyada sobre el nacimiento de la fuente, ve sobre sus pies una hormiga que se balancea en la punta de su dedo meñique. Una mancha rosa se balancea cerca suyo, un vaho como de fresias recién cortadas y de golpe distingue la cara blanca de Marina sonriéndole.
Luego, todo se vuelve más confuso. Los labios de ambos se mueven, pero no dejan salir ninguna palabra, incluso sus ademanes parecen incomprensibles. El viento se hace de golpe una sucesión de ráfagas incontenibles. Casi no deja oír la caída del agua en la fuente o el silbido de Marina que camina en derredor suyo bailoteando.
Su esposa para ese momento se habrá girado y habrá depositado sobre su velludo y abultado abdomen una mano fría y en la nunca esa misma respiración desagradablemente sonora.
El pasto recién cortado parece hacerse una sucesión de agujas que le perfora los muslos y los pies sin fuerza, como por inercia. Marina se detuvo y lo mira, sus ojos castaños parecen húmedos y preocupados. Se acerca a usted, que cada vez comprende menos, y le susurra al oído “ye tém”. 

Dejaré salir por mi nariz una espesa nube de humo blanco y abriré la ventanilla del automóvil. El barrio estará más quieto que nunca, la luna apenas ilumina el empedrado y todas las casas están apagadas. En el reloj, las tres y cuarto. Me reclinaré un poco hacia atrás y daré una orden precisa al pasajero de atrás.
Me acomodaré los ridículos anteojos negros y reharé minuciosamente la raya de mi pantalón, escuchando el golpe de las botas al bajar del auto. Ahora ellos irán por usted.  

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