jueves, 3 de septiembre de 2015

M< 9 Msol


“Toda mi vida no ha sido tan larga como este otoño”
Konstantin G. Paustovski


Apenas retira su ojo del lente del telescopio, Leonid Zirkanev deja resbalar por su mejilla una larga lágrima que cae sobre su informe del día. El amanecer amenaza la colina de Púlkovo, enterrada bajo un metro de nieve. Los números, en prolija tinta azul, pierden sus contornos y en vano, el astrónomo intenta secar el papel rozándolo con los dedos. Detrás de él, permanece parado el guardia del observatorio. Lleva un fusil y mantiene una insólita posición de firme. Un silencio irreal lo envuelve y no se oye siquiera su respiración. Sin recibir respuesta, Leonid lo saluda, mientras cierra la puerta que conduce a las escaleras.Su respiración entrecortada y angustiosa baja lentamente hacia el sótano de los residentes.

La última pisada, se dice el muchacho, la última fue perfecta. No obstante, tanto él como el resto de los concurrentes al estadio mantenían una mueca de desencanto. Viajaban en los atiborrados estribos del colectivo en triste amontonamiento. La noche era húmeda y el calor no cesaba. Era imposible no entender que todo era un montaje ridículo. Los invitados, conos al servicio del homenajeado, pasaban a reírse como en el picado más sonso de un asado familiar. Sí, era cierto, Rubén con dolor lo admitía a su fuero interno, todo había sido una maniobra comercial. Pero Morán, Morán y su magia, Morán el de la pelota al hueco, de la pisada, del súbito caño, Morán el diez, el mágico. Morán todo lo merecía, menos esto.

El café en la jarra de lata era el más amargo. Leonid, los ojos clavados en la ventana, detrás de sus vidrios, los pinos agitándose infinitamente por el viento. Lo peor de todo era que debía quedarse de guardia por dos días, hasta que la tormenta cesara. Los principios son sencillos de aprender: el hidrógeno al interior, se había convertido en helio y se había enfriado lentamente, quizás con más precisión, en los últimos años. Los últimos trece años, los años en que Leonid la descubrió. Diez millones de años atrás, permanecía en el abovedad anonimato celeste. Sólo esos trece años alguien la había visto. Leonid sólo fue un mudo testigo de su agonía.

Las cuadras desde la ruta hasta su casa, Rubén pateó incesantemente una lata. Con ira contenida, con la rabia de la muerte. Morán, el que la pisa de espaldas y habilita con un ligero pase de suela, había caído. La más funesta de sus misiones había sido cumplida. El arte envuelto en sus quiebres de cintura, una vez más, era el alimento de los vivos, de los truchos, de los mercaderes. Seguramente, sin reconocer este último acto traidor, esta última tentación monetaria, Morán se secaría ahora la espalda y pensaría en los placeres que esa misma noche inundarían sus sentidos. Recién allí, casi llegando a la esquina de su casa, Rubén comprendió la lógica misma en que Morán estaba sumergido. Pero esto no justificaba perder la dignidad de morir como un guerrero, pensaba, masticando sin ganas los fideos fríos que le habían dejado. En el patio, apenas se percibía el goteo de un cuerito eternamente roto. Rubén se sentó en el borde de la pileta de lona y lloró, larga y pesadamente recordando la imagen medio chueca y alargada de Morán saludando al público.

Irónicamente, el nombre estaba reservado a una  matrícula, pero había encontrado una especie de poesía recitando suavemente 586 PERSEI. Exhalaba el aire en cada número, para que no sonase como el cinco de cuando pagaba un ómnibus,  el ocho del teléfono de su casa, el seis que cerraba su número de legajo laboral. Cada mili segundo en que la nombraba era producto de una larga identificación. Un tonto, pensaba Leonid, intentando conciliar el sueño bajo unas rústicas frazadas. El momento en que el brillo cesaba lo atormentaría por el resto de sus días.


La luz de la luna resalta el gesto adusto de Rubén sollozando por última vez y secándose los mocos con la mano. Su héroe había elegido el peor final. No le bastaba haber vuelto a dar apenas unos últimos destellos al club en el que nació. Hasta allí, incluido un ascenso altamente opaco y unas pocas pinceladas de su antiguo esplendor, las cosas lo habían dejado irse por la puerta de atrás pero con la gloria en los hombros. No, no bastaba con ese final agridulce, algún genio, algún hijo de puta, pensaba Rubén, había pergeñado esta hábil treta teatral. Una amargura sin fin se hizo nido en su rostro mientras dormía. Una nube pasó tapando la luna y el mismo negro paño cerró la tragedia repetida.