lunes, 23 de abril de 2012

El cazador de insectos

Apenas escuchó la voz de su tía entrando con Sandra, corrió a buscar el gran frasco de mermelada que había dejado al sol. Lo destapó y vació con cuidado en el macetón de los malvones, tapó con tierra los cadáveres.
Hacía tiempo había resignado sus habilidades como cazador, dedicándose plenamente a pacífica captura de insectos, obligado a darles una postrera vuelta a la libertad. Martín seguía siendo un enemigo al acecho, pero su tarea era manca, estaba cercenada por el ojo bello y avizor de su prima. La última vez que por accidente lo había visto cercenar con precisión un abejorro sobre una lata vacía de atún le había negado la palabra y retirado el saludo durante meses. Entonces, decididamente se planteó no satisfacer esos placeres para los que algún dios tanto lo había dotado.

Esa primavera, las tardes en lo de Osvaldo eran un poco tediosas. Pero era innegable que el perfume de los tilos mezclado con el de la piel, apenas dos años mayor que la de Martín, y el arrullo del tren a La Plata  se confabulaban placenteramente.

Unas horas después de la llegada de Sandra había atrapado a la libélula más grande de su vida. Medía casi como el Mercedes Benz de juguete que le regalaron para navidad. Estúpidamente, el animal acorralado pegaba contra los bordes del frasco de aceitunas vacío, el más grande que tenía. Se sentó en la mesa del patio cuando la tarde se ponía un poco más naranja, no dejaba de pensar en las múltiples formas de terminar con la vida de semejante bestia. Oyó los pasitos cortos y blancos de Sandra que iban hollando el pasto apenas crecido y supo que no podía hacer nada. Ella, acariciándole el hombro miró largamente el frasco y rozándole la oreja con el vestido floreado, abrió la tapa y dejó salir a la víctima.

Desde la muerte de su esposa, iban todos más seguido a lo de Osvaldo. Era un hombre grande, más bien risueño y de ojos apagados. Quería mucho a sus sobrinos y tenía la casa más bonita de toda la familia. Habían conocido varias novias posteriores a su viudez, sin embargo casi nunca se repetían en cada visita. Martín adoraba la idea de volver a esa casa grande silenciosa y poblada de gatos e insectos en su patio verde. Le gustaba la idea además de ver cada vez una mujer nueva, con formas, voces y manos siempre distintas una a la otra. Para mejor, casi siempre iba Sandra, con sus caderas insinuadas y esos ojos tan brillantes.
Luego del incidente de la libélula se sentía un poco tonto. Al fin y al cabo, Sandra seguramente tendría un muchacho, tan lejos de la casa de Martín, en esas tierras que le sonaban a extranjeras, Colegiales. No dejaba de ser más chico que ella y…No había forma de cerrar estos pensamientos, siempre se cortaban cuando escuchaba el andar de sus patines por la pileta vacía o sus canturreos desafinados mientras cosía.

Cuando el cielo empezaba a oscurecer se sentaba junto a su padre y su tío Osvaldo a tomar coca cola mientras ellos tomaban vermú. Le encantaba el olor a cigarrillo y las charlas de las que poco entendía. A veces lo incluían hablándole de fútbol o de algún boxeador que conociera, pero por lo general departían confiados en la tácita intimidad y discreción de Martín. Esa tarde había escuchado a su padre decir algo que seguía resonándole en la noche, cuando el silbido del viento sacudía las ventanas.
“Vos tenés que ser como sos siempre, Osvaldo. Si alguna se enamora, que no se prenda de un papel tuyo, sé como sos”. Osvaldo era actor, él lo sabía, pero también supo discernir que hablaban de otra cosa. Recordó la variedad de las mujeres que había encontrado en pareja con Osvaldo en esa casa y como siempre su tío, jovial y amigable seguía teniendo esa sombra de tristeza.

Amaneció lloviendo. Hoy tocarían juegos de cartas y alguna película. Era domingo, en algunas horas estarían volviendo a casa y habría que esperar algunas semanas para volver a ver a Sandra. El desayuno le supo algo amargo, como si la mermelada hubiese estado abierta en la heladera junto al ajo o algo así. La idea de la libélula disfrutando de su mal habida libertad le dio vuelta el hígado. Casi no probó el té. Había que tomar medidas drásticas.
Cuando casi todos en la casa estaban distraídos con la preparación del almuerzo se puso el piloto amarillo y con las botas nuevas salió al patio. Recorrió lentamente el espacio entre los tilos y llegó a la fuente estancada y sarrosa del fondo del patio. Había que esperar. Precisaba un milagro para que en ese día apareciese, pero algo le decía que volvería a burlarse. Y lo hizo, tontamente, y cayó en un frasco más pequeño.
En el garage-galpón había una morsa, kerosén, insecticida, todo un arsenal. Martín se debatía sobre como cerrar semejante proeza. Sentado frente al banco de carpintero miraba como la desesperación iba ganando a su rival que daba golpes cada vez más fuertes al vidrio del frasco. En medio de su debate interno, la voz suave de su prima se asoma por la puerta del galpón. Había que decidir y rápido. Tomó con suavidad a su enemiga, la puso sobre la palma de su mano derecha y cerró el puño. La sensación pegajosa, el fin del zumbido, el estertor final de la libélula, todo se confundió con el sonido de la lluvia y el grito de horror de su prima. Quiso ir tras ella mientras corría en el jardín y supo que era en vano cuando vio las gotas de barro que habían manchado el vestido blanco que se alejaba.

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