martes, 22 de mayo de 2012

Sanguis






-No, la verdad es que todo el trabajo que acarreó esta novela no tenía como objetivo un best seller, pero los lectores…bueno, ellos eligieron- con las amables risas del caso, la conferencia de prensa de Roig era un éxito. Su novela “El amanecer de la sangre” había vendido “más ejemplares que la biblia o un disco de Madonna” según se comentaba. Ahora, el rubicundo uruguayo se dejaba halagar en el lobby del Heferton Hotel de Buenos Aires por una prensa condescendiente - Estoy más que contento con el resultado, pero además creo que este libro es una muestra de la evolución que han sufrido mis textos luego releer algunos clásicos- Ezequiel, así se llamaba Roig, se quitó los lentes y los limpió con un pañuelito ínfimo que sacó de un bolsillo en su saco marrón fantasía. Detrás de él, un cartelón chillón decoraba la escena con la tapa de su libro, un cuchillo cuya hoja descendía y relucía en un rectángulo que combinaba miles de matices del rojo. Un muchacho de ojos pequeños y mirada perdida le preguntó entonces: “¿cúanto tiene que ver su asesino, Ricardo Marchena, con el caso Spivak?” y se sentó en actitud suficiente, sabiendo que había preguntado lo que nadie osó a inquirir. La nariz rosada y granulosa del escritor se movió un poco hacia la izquierda, mientras su dueño bajaba la pregunta con un sorbo de agua. Era complicado. El asunto del desollador de Junín era más que similar al de su novela, por no decir que su novela se conectaba demasiado con el caso. El escritor contestó, luego de una pausa bastante, infinitamente para el gusto del auditorio, prolongada- La verdad es que nunca escribí crónicas policiales y luego de buscar alguna información sobre esa serie de asesinatos, me di cuenta que, como a veces se dice, la realidad superó a la ficción. De todos modos, nunca ha sido la intención de mi novela describir una serie de asesinatos, sino el proceso de culpa y remordimiento que se va generando en Ricardo. Más psicológico que policial, es el asunto- volvió a detener su charla para sorber más agua y pensar para sus adentros “¡cuán hábil soy!” y continúo con suficiencia- Me parece simplista pensar que el leit motiv de todo la obra es describir asesinatos- y se reclinó como esperando otra pregunta, pero sabiendo que Losada iba a dar por terminada la conferencia. Amablemente el hombre de nariz ganchuda despidió a todo el periodismo y alumnado presente. Los dos conferenciantes se retiraron al bar y, sentados de manera casi indolente, pidieron un café.

El editor encendió un cigarrillo y se acarició con lentitud la barbilla pilosa, luego de revolver el café, se echó, aún más, sobre el respaldo de su silla y estiró una sonrisa – La verdad es que me salvaste la vida con el manuscrito ese, me tenían entre la espada y la pared. Ahora el hijo de puta de Alvez se tiene que guardar mi despido hasta que elija mal nuevamente. Pero estando todo más tranquilo, decime ¿en serio pensaste este libraco sin conocer lo de Spivak?- Losada tenía una increíble capacidad para lograr sacarle información con confianza a la gente, pero Roig era hijo de catalanes y, como todos sus antepasados, porfiado. Desdibujó con su dedo índice de la mano izquierda los arabescos del mantel azul que cubría la mesa y por fin con tono de maestra enojada respondió –Las coincidencias son eso, coincidencias. Yo este libro lo tenía casi cocinado mucho antes del caso Spivak. No voy a negar que el loco ese, que en paz descanse, le dio el impulso final a la venta del libro, pero nunca pensé en rescribir el diario. No me subestimes, gallego- y dejó para el final la voz campechana y concienzuda que le gustaba oír a su mecenas- Bien sabés que no tengo porque mentirte a vos.
Al descuartizador de los Spivak, el peón Juan Carlos Álvarez Ortega, lo habían ajusticiado los vecinos de Junín. Pero antes se había cargado a nueve personas, entre ellas, su patrón, la mujer de su patrón (su amante) y un capataz. Todos los asesinatos se habían descubierto casi en simultáneo y por una casualidad en una procesión. A Ricardo Marchena, también se lo descubría por casualidad, pero no era ningún peón, al menos no uno de campo. Pertenecía a la autodenominada selecta clase administrativa de Buenos Aires, era un oficinista. Asesinaba a nueve personas, figurando en estas su gerente, la mujer de su jefe y el presidente del banco en que trabajaba. También el tenía una relación amorosa con la esposa de su jefe. También a Marchena lo ahorcaba un grupo civiles, militantes ultracatólicos, luego de descubrir sus crímenes.

Ezequiel terminó el café con rapidez y se despidió del hombre pecoso y cano que ya estaba satisfecho por la confianza, a su parecer, por la verdad. Luego bajó a la avenida Madero y subió a un taxi. Lo esperaba un tarde de vicio con su amante. Laura había sido su alumna cuando daba cátedra de literatura francesa en una universidad privada. Era una típica niña mimada de Belgrano, no demasiado sagaz, tremendamente bonita y difícil de complacer. Tenía un cuerpo torneado, pero sin las aristas de quien alguna vez hizo algo. Hacía unos tres años que tenían un departamento en el Once, una especie de furtivo refugio para sus vidas del mundo real. Él recitaba poesías, la mayoría de las veces chapuceaba, y ella lo desvestía con devoción. Ambos tenían esposos y las cosas más o menos acomodadas.
Pero esa tarde, llegó sin ganas de entregarse al placer y vio en su ex alumna un dejo de hartazgo de todo ese departamento de la calle Mitre, de todo el ruido del Once, de su cincuentón experto en Flaubert. La encontró como harta, bebieron un par de copas e hicieron el amor mecánicamente como para justificar el encuentro. Durmieron una corta siesta. Él despertó antes que ella y miró largo rato como el sol que se filtraba por las persianas se le dibujaba manchas amarillas sobre el rubio pelo a la joven. Pensó en toda la farsa que se había generado junto su novela, en toda la historia del asesino de Junín, en como creyó que la similitud con la vida real podría parecer una mera casualidad. De golpe se encontró en el auto de su amante, llegando a la puerta del Ministerio. Una corta escalinata lo dejó dentro del ruinoso edificio.

Tenía que encontrarse con Frutos, el flamante encargado de la Educación, tan reconcentrado iba en que decir y en la farsa, que no recordaba si había besado o no a la muchacha dueña del Mercedes que lo llevó hasta allí. Se sentó en un escalón tratando de recobrar el aliento y la calma. Algo, no sabía bien qué, lo inquietaba. Decidió llamar al ministro excusarse y tomar un largo sueño en casa.
El taxi lo llevó lo más rápido que pudo a la calle Juncal, bajo una presión desmedida por las insistencias del escritor. El ascensor era una tortura eterna de tres minutos, entró a su puerta y sintió el tibio abrazo del orden desmedido que su esposa ponía en todo. Ella estaría dictando clases. Se sentó en el sofá, planeando recostarse y acompañado por una sensación de alivio. Debía mudarse de ropa y lavarse la cara. Buscó con paciencia la bata adecuada para no hacer nada y se metió en el baño turquesa. Era horrible, un ambiente que relucía y además cegaba por su vomitivo color. Se miró al espejo. Su rostro no estaba tan demacrado como esperaba pero, de acuerdo a su obsesión de los últimos años, la barba le había crecido demasiado en esas siete horas que habían pasado de la última afeitada. Entonces, la encontró.
Abrió la mampara y la encontró. Su mujer estaba desarmada en siete partes. Toda la bañera estaba tinta en sangre, sin volcarse una sola gota fuera de ella. Era Marchena, no había dudas. Todo tenía su marca.
Temblando se recostó sobre la alfombra del living. Sentía como la sangre fluía sin restricciones por sus venas, pero parecían estas demasiado angostas. Comenzó a ver borroso y se desmayó cuando se paró junto a él un hombre alto, fornido, de bigotes. Marchena, sin dudas.

-Carajo, esto es un asco- el comisario Salinas se acarició la rasa y calva cabeza con un gesto de profundo desagrado- ¿qué hizo el tipo este?- dijo, extrañamente asombrado. Fernández, perdón, el Oficial Fernández le comentó el asunto con ese estilo sintético y frío que lo caracterizaba- Sencillo, el tipo este...-miró en el informe- Roig se había cargado a Frutos y se cargó de manera idéntica a su mujer al volver a casa. Luego quiso descuartizarse a sí mismo y bueno…no llegó. Un loco- Salinas miraba todavía con desagrado las figuras desarmadas que se embolsaban para la morgue, el nombre ese “Roig” le sonaba conocido. -¿Este no es el que escribió la historia de Spivak?- dijo sintiendo el alivio de quien remedia una duda y se peinó las cejas.

miércoles, 16 de mayo de 2012

Sócrates (delirio 2008)



Mordió su sándwich por tercera vez. Otro almuerzo en el museo de arte. Frente a él, una hilera de bustos que lo miraba con particular desdén. Estaban todos esos hombres cuya obra había tenido que aprender en el secundario y de los cuales hoy sólo distinguía al de Sócrates. Sus severos y determinados rostros lo examinaban desde el blanco mármol, hasta la incomodidad. Trató de imaginarse a sí mismo en la Grecia antigua, pero sólo le surgió la imagen de un hombre de túnica orinando en una columna con gestos de alivio.

Se recostó en la banqueta que mediaba en el pasillo y cerró sus ojos. Oyó acercarse y alejarse los pasos monótonos del ordenanza, escuchó algunas voces lejanas y apagadas murmurar alguna fatalidad. Soñó entonces con la vida de Sócrates. Lo figuró debatiendo con otros hombres barbados y pensativos, lo vió vomitando luego de alguna borrachera, imaginó callejeras discusiones con griegos de época y finalmente aceptando la cicuta como un trago final de experiencia. Entresueños tocó su mentón y descubrió con horror que estaba poblado por una enorme cantidad de vellos largos y grises, se despertó sobresaltado y sintió ese frío en las piernas que da una toga en invierno. Se reincorporó sentándose y olió en sus bigotes extraños el olor rancio del vino vomitado. Finalmente en su esófago reinó una inconmensurable amargura, con dejos de tétrica determinación.

Su desesperación se volvió una rabia enorme. Entre tropiezos por las sandalias, empujó al suelo a ese maldito rostro y, en su zozobrante corrida escapatoria, escuchó el lamento del mármol despedazándose. En las escalinatas del museo, delante de los gritos generalizados, sintió la suave caricia de su traje de empleado nuevamente y vió caer la blancuzca barba que le había crecido. Una vez en el tranvía y observando todos los detalles  de su apariencia descubrió que su valija del almuerzo descansaba aún en la parte inferior del banco de su siesta. 

lunes, 14 de mayo de 2012

El Novelista


“…ídolos a deshora…”
Fray A. Montesino

Había pasado los primeros diez días de su viaje de inspiración en la tranquilidad de los bosques. Agujas de pino flotando en el aire serrano. Caminatas interminables junto a los arroyos, innumerables fotografías de de verde, gris y marrón, algún cruce de miradas con féminas locales. De sus personajes ni la más mínima noticia, el anotador de su novela reposaba aún en el fondo de su bolso azul, bajo unos pantalones cortos. No le preocupaba, al fin y al cabo, la editorial pagaba toda su estadía. Una dosis de sublime bucólica no venía mal. Los hombres necesitan, a veces, alejarse de sus famélicas y torturadas creaciones, del morbo de la civilización.

Marchaba, distraído por un anochecer fresco y majestuoso, sobre el campo estrellado camino a la posada. Casi no había ruidos en la arboleda seca, tan sólo el grito suave de las hojas bajo sus pies. Un kilómetro faltaba, creía el novelista, para su destino, cuando escuchó un griterío incomprensible y no muy lejano. Arreado por una mala curiosidad se acercó, aguzó el oído para encontrar el camino hacia el ruido.
Detrás de una colina llena de tréboles se veía un descampado, llano, amarillento y pisoteado. Un grupo de personas ataviadas de blanco ejercía una rara combinación de círculos de baile enlazados. Sus danzas en ronda seguían el compás de un grupo de tambores invariable, monótono. Todos cantaban desafinadamente y a un volumen descomunal. Se erizaban sus venas y se enrojecían sus rostros. En el centro del redondel principal, otros cuatro lo cortaban por sus puntas, la ronda se mantenía estática, sus integrantes daban pequeños brincos en su lugar. Una hoguera se alzaba como una pared rodeando a un ídolo de madera. Un hombre grande y obeso giraba sobre sus pies. Vestía una camisa de plumas azulinas, su cabeza estaba echada hacia atrás, sobre su nuca, parecía a punto de caerse, de descolgarse del cuello.

El escritor estaba sorprendido y asustado, una fuerza misteriosa lo arrastraba sigilosamente hacia la reunión llameante. Se escondía detrás de las rocas y arbustos que circundaban el descampado. Cuando se detuvo, a pocos metros de las rondas de giro constante, distinguió rostros conocidos entre los danzarines. Eran los habitantes del pequeño poblado. Allí estaban el carnicero y su señora, los posaderos, el zapatero, todos los que moraban en la paz de la serranía.
Los tambores cambiaron su ritmo, súbitamente, y los cuatro círculos andantes aceleraron su paso y su aullar. Todo el ritual parecía una máquina aceitada y prolija, una serie de piezas encastradas por un ingeniero alemán. Lo intrigaban las voces sin sentido, en realidad es eso lo que lo intrigaba, la falta de sentido que tenían para él. Parecían ser ladridos o voces católicas en latín, a él le sonaban igual, le sonaban a nada. Sintió pasos cerca de su cuerpo  agachado, escondido, acobardado, no se movió. El terror pasó cuando vio al gato amarillo y blanco de ojos verdes apagados, parecía hambreado. El animalejo se restregó con la pierna velluda, hasta que el novelista optó por darle un trozo de sándwich de su excursión. El felino lo lamió con desconfianza al principio, para luego morderlo con gratitud.
La ronda parecía ir agotando sus fuerzas. No bajaba su ritmo frenético, pero en los rostros sudorosos de sus  integrantes parecía enmudecer el canto. A sus espaldas, unos arbustos se sacudieron, él se alteró, giró y el mazo cayó sobre su frente a tiempo para ser visto por sus ojos.

El sol estaba en la cresta del mediodía, quemaba los ojos del novelista. Estaba echado en el centro del descampado. Despertó. Una mujer morena y sonriente dormía junto a su cuerpo adolorido. Notó que su torso y las palmas de sus manos estaban pintados de rojo, con un polvillo mojado. A su alrededor la aureola de una fogata pasada ennegrecía el pasto pisoteado desteñido. Se incorporó, intentando sin éxito despertar a la joven a su lado. Resignado, comenzó a distinguir en el llano una ordenada dispersión de retazos de tela blanca.
Volver a la posada con el cuerpo cubierto de rojo y sólo vistiendo pantalones sería incómodo. Subió al cerro buscando un arroyuelo para enjugarse el tinte rojo, desde la altura vio que las telas blancas estaba ubicadas de manera tal que formaban una serie de cuadrados concéntricos perfecta. Se lavó las manos y la cara, el agua corría helada sobre el fondo de piedras verdosas. Su torso parecía condenado al rojo, no se quitaba la extraña pintura. Entre las rocas de la orilla divisó algo parecido a su mochila, a veces las cosas son lo que parecen. Allí estaban también sus zapatillas y su camisa azul cuadrillé. Volvió al descampado, ya no estaban en él los cuadrados, ni la muchacha dormida.
Se rascó la cabeza y luego presionó sus sienes con ambos puños. Palpó su cara y no encontró irregularidad alguna. – Tal vez esto (o lo anterior) se parte de algún sueño- pensó con los ojos cerrados- para salir, debo actuar con naturalidad- resopló.

Llegó a la posada a la hora del almuerzo. Los anfitriones rubicundos y rubio-germanos, lucían ojerosos y cansados, aunque de buen talante. La señora le sirvió un plato de guiso, el lo comió lentamente, esperando que la pesadilla terminara, esperando despertar. Todo el comedor parecía igual, los cuernos horrendos pendiendo de las paredes, los jarros de losa pintada en los estantes, todo normal, ordenado, con el mismo aire bávaro que tanto gustaba a sus dueños. Frau Müller lo llamó, alguien estaba al teléfono para él.
-Ya está, esto termina- imaginó, psicoanalítico, al levantarse del taburete- siempre que suena una campana el sueño termina.
Era su editor, le agradecía por el fantástico manuscrito que habían enviado de la novela, la obra mejor escrita de su carrera. El novelista negó rotundamente haberlo enviado, el jefe que sí, que de puño y letra, firmado con su nombre. Calló, colgó el teléfono.
Se sentó nuevamente a la mesa, perdido, desorientado. Frau Müller le había dispuesto un inmenso trozo de torta de chocolate frente a sus narices. – ¿Malas noticias?- preguntó al comensal mientras cargaban las vajilla del estofado en una bandeja. El escritor no contestó. Dejó caer su cabeza, como fruto que maduró, sobre el postre.   

martes, 8 de mayo de 2012

Desnudo muy cuidado



Vos rodaste por tu culpa y no fue inocentemente...
Celedonio Flores

Evangelina cierra la puerta y se saca lentamente la campera negra, la arroja sobre una silla. La luz es tenue y amarillenta, se sienta frente al espejo, enciende un juego de lámparas, nace una mucho más blanca y diáfana que marca las imperfecciones de su rostro y hace dos lagunas violáceas de sus ojeras. Apunta el control y el televisor empieza a emitir imágenes sin sonido en la esquina del camarín y solo piensa ponerle volumen si ve su nombre en los titulares del zócalo de la pantalla. Sube la silla neumática frente al espejo y los cosméticos apilados, ahora está a la altura ideal para ser maquillada. Se mira los pechos turgentes y se los acaricia casi con deleite, sabe que son hermosos. Desde el pasillo llega la voz aflautada y gangosa de Jorge, o George como le gusta que lo llamen, que entra escandalosamente a la pequeña habitación.
-¿Cómo estás divina?- le dice el muchacho, besándola sin rozar su pómulo y ruidosamente- Me enteré que anduviste por Tierra Roja anoche- comienza a pasarle un grueso y suave pincel con unos polvos rosados.
-Sí, estuve, medio aburrido, pero me pagaron buena plata- dice quitándole importancia al asunto. Gira levemente el cuello para que Jorge comience a pintar sus ojos, cuando suena su pequeño teléfono móvil. Lee presurosa el mensaje de texto y no lo deja empezar.
-Andá a dar una vuelta que me van a visitar, volvé más tarde- dice sacándose el delantal plástico que le había puesto el maquillador.
-Pero, nena, tenés que estar lista para las ocho…- dice más agudo que nunca, ella lo corta en seco- Dale, andá, por favor- y le toca el hombro fraternalmente.
-Esta al final…cada vez que le pinta un chongo…- se va protestando bajito el pintor de caras.
Ella rápidamente ordena algunas de las cosas de su camarín, liberando el diván rojo, se perfuma el cuello y se ordena con los dedos rápidamente su cabellera en desorden. Suenan dos golpecitos cortos en la puerta del camarín, ella abre.
Entra un muchacho joven, con anteojos negros, no muy alto. Ella lo besa apenas y lo toma de la cintura. Ambos se sientan en el diván.
-¿Qué te pasa? Estás raro ¿Por qué no me hablás?- y le da un beso largísimo, en el que descubre con horror una lengua afilada y femenina, rápidamente se despega del rostro enmarcado en los anteojos. Recibe el chicotazo amargo de un sopapo de la pequeña mano. La muchacha se quita los anteojos y lanza una serie de improperios. Ella todavía sigue aturdida, pero sabe perfectamente que es la novia del muchacho al que esperaba, casi una emboscada el maldito mensaje. Está en el suelo y no encuentra nada contundente para golpearla. Cae inesperadamente en un sopor y la oscuridad gana sus ojos.

-Dale, nena, abrí que falta una hora y ni empezamos- el maquillador golpea con fuerza la puerta y se toma la frente con una mano- ¡Ay, esta me va a volver loco! Bueno, entro, no me importa- abre, lanzando un viento por todo el camarín que sacude las fotos y las plumas. En el diván, Evangelina llora catatónicamente, su rostro tiene una serie de cicatrices y tiene algunos golpes sobre los brazos. Jorge entra corriendo y lentamente comienza a limpiarle con un algodón humedecido en perfume a falta de alcohol, le habla al oído con cariño, consolándola.
A los gritos pide ayuda, se acercan algunos compañero de elenco y el dueño del teatro que entra y cierra la puerta- ¿Qué es este escándalo, Jorge?- dice ahogándose y con la cara regordeta enrojecida- ¿qué le pasó?
-No sé, le dice, la encontré así- dice y la levanta suavemente desde la cintura hasta sentarla. Se lee en su frente claro y en rectas letras “PUTA”. El dueño del teatro se pasa apenas el dorso de la mano por la frente húmeda –Nadie vio nada, no sé quién le pudo haber hecho esto…- deja escapar, llorando a moco tendido y abrazándola cada vez más fuerte.
El hombre gordo se acomoda el traje y le dice- Quédate acá, que no entre nadie. Ya te mando un médico, por nada del mundo cuentes de esto- apenas asiente Jorge entre lágrimas. La puerta se cierra detrás del la corbata roja del dueño del teatro, que se limita a echar a todos diciendo que no pasó nada.
-Ahora, no soy nada, no soy nada, Yorsh, no soy nada- gime recién despierta y sollozando- miráme…- le grita y el corre la cara humedecida, su vista se pierde en el televisor donde un hombre joven habla efusivamente sin que se escuche nada.

sábado, 5 de mayo de 2012

Las Iñiguez


- La Zully era la que se pintaba siempre, las uñas y la boca de rojo- inclinó la silla hacia atrás como acercándose a su mujer que lavaba los platos en el cuarto contiguo- ¿te acordás, vieja? ¿era la Zully?- una voz balbuciente y agotada le respondió afirmativamente. El viejo se cebó otro mate amargo y mordió un pedazo de pan, sin terminar de masticar continuó - Ella andaba siempre encerrada en la casa, pobrecita si también tenía una historia. Dicen que lo del marido la enloqueció. Andaba como mirando fantasmas y vaya a saber que cosas más.
Yo estaba aburrido. No quería escuchar otra historia, definitivamente nada deseaba menos que seguir oyéndolo, pero la tormenta parecía que no iba a atemperar nunca e incluso que debería pasar la noche allí. Se sacudió unas migas del bigote mientras me daba el prólogo de lo que sería la historia de las Iñiguez. Me resigné.
-El viejo las había criado pa` que fueran pillas como él. Había sido hijo de peones y no quería que las vivieran. Además le servían, él tenía toda la idea de ser intendente. Le sobraba guita, pero como era un burro, le faltaban contactos. Mirá que el viejo no era maleducado ni mucho menos, pero era demasiado porfiao y se pasaba el día con la peonada, controlándola. Yo le conocía bien el patrimonio porque le ayudaba con los números y el me pagaba la escuela. Tipo porfiado como pocos- se acercó otro mate cebado a la comisura de los labios- pero no era malo, le picaba poder mandar cada vez a más.- succionó ruidosamente la bombilla- Y en eso las hijas le había salido bonitas a la madre, que se fue cuando nació la Zully. Las hermanas la culpaban de la muerte, la Zully era linda, tal vez no la más linda, pero de buen corazón ¿vió? Incapaz de hacerle mal a nadie. Pero las tres mayores eran malos bichos, después ellas mismas lo mostraron.
Miré por la ventana mientras mi relator se distrajo en ir a buscar agua para el mate, el aguacero parecía más rabioso todavía. Se sacudía además el pasto con el viento, una especie de huracán que levantaba tierra y traía agua. La entrada del rancho estaba cubierta de un fango que tardaría varios días en secarse, definitivamente ahora tenía que rendirme a escuchar un rato más la historia. Rodolfo volvió con más agua y trajo consigo a su mujer para que cebe. Ella se sentó a la mesa y antes de comenzar nada, emprolijó el mantel, intentaba dar siempre una apariencia menos rústica, pero las manchas de grasa sobre el estampado floreado no la ayudaba- Ellas eran malas- dijo la mujer, aprovechando el silencio de su marido encendiendo la pipa- todos lo sabían, una quiso tentarlo al padre Andrés, eso se dijo. Y bueno, lo de los maridos…- el suyo la interrumpió sin violencia, casi como por no alterar el orden natural- Claro, el viejo necesitaba contacto con la otra familia que manejaba los campos por acá. Los Álzaga tenían varios tambos y eran siempre amigos del intendente. Eran gente con otro roce, andaban por la Capital, los hijos andaban por Francia y hasta alguno en el ejército. Iñiguez, que se moría de ganas de conseguir la intendencia, se avivó de que si las casaba a los hijos con los hijos de ellos, se le podía dar. Y si la pegaba, salía como chancho e` los maizales. Entonces empezó a ir de los Álzaga, le llevaba flores a la vieja y tomaba el vermú con el padre. Mandó a las hijas unos meses a la capital a un internado a que aprendieran las maneras de las damitas educadas- interrumpió, sorbió el mate. Su mujer me ofrece algo de comer y mientras le rechazo agradecidamente, mira por la ventana.- Che Viejo, mejor le armo la cama que era del Julián…-yo estaba por empezar a negarme- mirá como está la sudestada. El hombre asintió con la cabeza y me dijo- Mejor se queda Efraín, no va a poder salir en coche y si sale a caballo se va a engripar. Le armamos un cuartito y cuando pare sale para el pueblo- me miró acariciándose la barba tupida y blanca. Me limité a asentir con la cabeza y dejar un “sí, así es mejor” entre dientes. Estaba absolutamente ahogado por la situación y además todavía parecía quedar un buen tramo de relato. Sorbí el mate y se lo devolví.
-¿Dónde andábamos?...ah, en lo del viejo. Cuando las chicas volvieron de Buenos Aires, ya tenían el casorio armado y toda la fiesta casi lista. Las cuatro de Iñiguez y los cuatro mayores de Álzaga. Se corrió la bola. Si hasta se estaba repintando la Iglesia y llenaron la plaza del pueblo de rosales. Dicen que el viejo no dormía para preparar todo el festejo, a mí me había dado libre hasta pasada la luna del miel. Las tres hijas mayores estaban enojadísimas, se la pasaban de llanto y rabieta, partieron jarrones al por mayor hasta que Iñiguez las puso en su lugar. Zully era la única que no había dicho nada, siempre era obediente y el viejo la quería por eso- se rascó el mentón y chupó largamente la calabaza hasta hacer el chirrido caraterístico. La cebó y me la pasó, encendió una vez más el tabaco.
La lluvia no cesaba y la dueña de casa se sentaba nuevamente junto a nosotros, había dejado el cuarto listo para mí y calentaba una bañera de agua para cuando yo quisiera.
- ¿te acordás vieja del casorio de las Iñiguez?- dijo casi como instándola a que largue lengua y me condene a un rato más de lata, y ella:- Sí, usté no se imagina, todo el pueblo iba. La peonada por un lao y los familiares por el otro. Dicen que había asao para dos mil, yo no sé si era tan así, pero había mucha comida y vino. Las viera, que bonitas a las hijas, todas de blanco, con el tocado de jazmines. Y ellos también,  eh, el mayor con el uniforme de la marina, muy elegante todo. Con Jacinta decíamos que iba a durar dos días el festejo, pero se comentaba lo de las chicas, digo, que estaban malas con el tema- el viejo cruzó el brazo para devolverle el mate y acallarla, tomó la posta del relato. Yo no podía dejar de pensar en que debía estar en casa durmiendo.- Decían que habían ido a ver a una bruja, que la criada de ellas les había llevado a las mayores, para que no durara. La cosa es que la única que estaba contenta era la Zully. Ella se había enamorado de su marido, lo quería y estaba muy contenta, como que había apagado un poco todo ese odio de las hermanas. La fiesta pasó sin quilombos, algún borracho cruzao, algún desubicado con las mujeres, lo de todos los casorios.- el viejo mandó a la mujer a calentar el mate y vació la pipa, se zampó un pedazo más de pan- Pero, lo que empieza mal, termina mal. Dicen que la noche de bodas las mayores los evenenaron, otros dicen que la bruja les hizo un hechizo terrible. La cosa es que amanecieron los tres mayores muertos. Se cuenta que olían a podrido y que el viejo Iñiguez contaba que tenían la cara trabada en una sonrisa como estirada, como agarrada con ganchos. Las pibas aparecieron llorando, se planeaba el velorio, el cura Andrés iba y venía de acá para allá, que levando un rosario, que rezando por alguien, que consolando a las viudas.
Un postigón de las ventanas se abrió de golpe y el viento empujo la ventana hacia adentro. Flameó mientras el viejo le gritaba a su esposa que viniera a cerrarla. Llegó corriendo con la pava y el mate. Cerró todo. Obviamente, el tiempo no mejoraba, se reía de mí. El relato prosiguió, no sin hacer una nota al pie acerca de lo raro que era el asunto que justo cuando hablábamos se abría la ventana, “cosa e` mandinga” decía la mujer.
-La cosa es que…- interrumpió para estornudar sonoramente y sonarse la nariz con un pañuelo mugroso, por ahí, pensé, la bruja me había agarrado a mí también-cuando se supo todo el asunto se hicieron las exequias, se dijo que habían muerto del corazón. Los enterraron, se armó inquina entre familias, a las pibas las mandaron lejos (la verdá ni se sabe a donde). El viejo Iñiguez se puso más duro que nunca con la peonada y quedaba nada más que la Zully con él en casa- se llevó a la boca el último pedazo de pan que había sobre la mesa y mientras lo masticaba, su mujer me recordó la tina de agua de la que dispondría antes de acostarme- Bueno, entonces…- masculló mientras terminaba el pan- no va que, para desgracia de Zully, al marido lo llaman del ejército para un juicio marcial. Parece que había puenteado a un milico con unas compras o algo así, lo mandaron a una base en Jujuy. El viejo le pidió a Zully que se quede con él, que no viaje. Ella se quedó, pero andaba muy mal, parece que lo lloraba al marido, que encima el viejo estaba cada vez peor.
Entró el perro de la casa, se me abalanzó cariñosamente. El animal estaba mojado, tenía las patas embarradas y babeaba demasiado, además tenía ese aspecto de cuzco campestre que tanto me desagradaba. El dueño me lo sacó que encima, pero ya su pata derecha había marcado con barro mi camisa para siempre. Maldije el día en que ese cánido desgraciado había nacido. Supuse que notaron mi desagrado cuando con dolor lo mandaron al patio a mojarse.
-Disculpe, pasa que no viene mucha gente por acá- “¿quién querrá escuchar sus historias”pensé y asentí con la cabeza con una seña de “no hay problema”- bueno, entonces, el viejo se había puesto insufrible, parece que le pegaba a los peones y la maltrataba a la hija, estaba rayado. La cosa es que encima de todo, parece que el marido de ella, se había juntado con una mujer allá en Jujuy (piense que habían pasado como seis meses). Cuando se enteró se encerró en el cuarto durante días, no comía, no tomaba y esto terminaba de volver loco a Iñiguez- se escuchaba el ladrido y los aullidos lastimeros del perro mojándose desconsoladamente, pensé en decirle que lo meta nuevamente en la casa durante dos segundos- En uno de esos ataques, un peón lo acuchilló y murió. Se quedó frío. Igual siempre se dijo que era una venganza de los Álzaga. El peón fue preso y tuvieron que sacar a la Zully del cuarto. Dicen que apenas podía caminar del hambre y que no podía ni hablar. La tuvieron internada unos días y recuperó el peso, se puso más o menos en pie. Siempre lloraba, lloraba y se sentaba en la puerta del casco de la estancia, se pintaba las uñas, una y otra vez, de rojo- mandó a su mujer a la cama y se estiró largamente dejando escapar un sonido de huesos chocándose y un bostezo- está loca, yo creo. Bueno cuando lo disponga se puede ir a dormir ¿se le ofrece algo? ¿algo de comer?¿una copita?- yo lo miré con ojos que deben haber sido hirientes y pensé “un final para su historia”.
Esa misma noche huí a caballo, dejando una carta excusándome, irónicamente en tinta roja.

viernes, 4 de mayo de 2012

Doméstico (un clásico de los rechazados en concursos)



Lo veía raro, pensaba: tendrá otra. La idea la aterraba. Pero hacía varios días que nada parecía satisfacerlo. Sus palabras eran amables y vacías, como la cabeza de una muñeca de porcelana. Estaba desesperada, había caído incluso en el burdo truco de hacer las cosas que sabía que le desagradaban. Quemaba la comida o no la salaba, dejaba que el desorden se acumulara, hasta pidió prestado a su hermano un pantalón para hacerle creer que había otro. Él, un corderito, no alzaba siquiera su ronca voz. Poco era lo que le pedía y lo hacía con una extraña educación, un “por favor” colosal lo inundaba.

Se sirvió lentamente la cerveza en el pequeño vaso de vidrio, el sonido de la caída fue apagado por el paso de un colectivo. Luego sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de su sucia camisa azul y encendió uno- ¿Sabés que pasa, Raúl? Yo creo que ya no me quiere- se llevó el vaso a la boca y sorbió un poco- yo fui muy hijo de puta. Estoy recibiendo lo que merezco, no puedo esperar que me perdone- los dos se miraron. Raúl se paso la mano áspera por la calva que ornaba su cabeza olivácea. Esta vez, no sólo el cansancio invadía sus rostros. No sabía como continuar esa charla incómoda, pero se aferró a lo poco que le quedaba de piedad por su compañero- Mirá- dijo luego de masticar un poco de maní- por ahí, por ahí lo importante sea hablarlo. Cuando tengo un problema con la patrona se soluciona hablando y después reconciliás todo bien, digamos, no sé como será el asunto, pero…- se calló. Mario miraba pasar las prostitutas camino a la esquina, pero más miraba pasar el tiempo, no quería volver a casa. Raúl no sabía que pensar o que hacer- Escuchame ¿querés venir a casa?- no se daba cuenta en que quilombo se estaba metiendo, pero prosiguió, a veces un afecto no nos deja pensar- Total, te pegás un baño, dormís y mañana vamos juntos a la obra…- Mario escuchó y no oyó- No, te agradezco. Hoy voy a poner las cartas sobre la mesa y que sea lo que Dios quiera…- y se acercó al mostrador a pagar la cerveza y saludar al dueño del bar.

-No pienso esperar a que me lo diga- Miriam agitada, juntaba desprolijamente sobre la cama una montaña de ropa- ¿o se cree que estoy para cuando le dé la gana?- miró el moretón oscuro sobre la pierna derecha y sintió pena, hasta añoranza. Kevin, dormía en el cochecito y un hilo de baba recorría su rostro acalorado.- Me voy a lo de mamá y después veré- tomó una pesada y mohosa valija de atrás del placard- no lo quiero ver más, ya está. Afuera el sol se apagaba sobre la zanja y un par de bicicletas cortaban polvo en la calle. Temblorosa y cargada, Miriam dejó su carta sobre la mesa y salió a tomar el colectivo. El viaje era largo y el niño se le resbalaba entre las manos. Estaba entre dormida y despierta y, como movida por un instinto ritual, nunca se relajaba lo suficiente para dejarlo caer. Las manos, una encima de la otra, se deslizaban lentamente, pero nunca llegaba a separarse. Finalmente las cruzó con fuerza, hasta que sus dedos entrelazados formaron un tejido indestructible. Se durmió.

Cuando llegó, estaba dispuesto a ceder todo ante la mujer que amaba, a decirle que a partir de ahora se comportaría como en los últimos días, que la violencia se había esfumado de él. Que la quería demasiado para dejarla ir. Pero luego de pasar la puerta de alambrado no la encontró. Seguramente se había ido a hacer un mandado. Entró en la casa y se sentó a la mesa redonda de aglomerado. La noche había caído sobre el patio pletórico de barro y agua jabonosa. Él fue a su pieza con la intención de cambiarse y encontró un sobre, yaciendo sobre la cama sin frazada. Era la carta de Miriam, se había ido, al parecer pensaba que él la engañaba. Mario estaba furioso y confundido. Destrozó a patadas el placard casi vacío. Luego se recostó sobre la cama y fumó. Miró sus manos aguerridas y ajadas, y pensó en lo inútiles que eran.