martes, 25 de septiembre de 2012

De las desaveniencias del mundo del desempleo I


-Llená este formulario y me lo entregás, después te van llamando- me dijo sin mirar la chica de la recepción. La oficina era uno de esos lugares que apestan a “estética corporativa”. Paredes y muebles a tono con los dos colores del logo de la consultora, un bidón de agua sobre un surtidor y afiches con consignas vacías hablando de lo buenos que son puestos en esos marcos que sólo son una lámina de vidrio.
Luego de entregarle la ficha, la cual por cierto recibió sin el menor atisbo de humanidad, me senté y me dispuse a que me robasen esos minutos que suelen robarte impunemente. Junto a mí un muchacho mejor vestido que yo jugaba con un celular modernoso, en el sillón de enfrente una muchacha con cara de estreñimiento tenía la vista perdida hacia adelante.
Primero lo llamaron a él. Se levantó con paso firme y seguro y avanzó hacia la mano estirada de la entrevistadora, una rubia de esas que vivirán eternamente en un colegio privado. La puerta de madera se cerró detrás de ellos.
A decir verdad, después de levantar la vista y mirar un poco, la oficina era bastante pequeña. Apenas la recepción, una oficina más grande con cubículos, separada por un gran ventanal, casi como una pecera para gente con camisa. Reinaba una especie de murmullo sin variantes, apenas interrumpido por la voz de la locutora de una radio adolescente. Cuando empezaba a ponerme tenso, la rubia de escuela privada salió de la oficina con un montón de papeles y llamó a la otra que esperaba.
Mentalmente, inicié la preparación del discurso, sí, que mis laburos anteriores, mi fortaleza es que soy un tipo expeditivo y escucho a la gente, que si tuviera un defecto, no me gusta que las cosas salgan mal y no me gustan las complicaciones. La muchacha de la recepción  empieza a discutir con una operadora de la empresa de su celular, habla como una señora gorda pariente del señor Goldsilver. La empiezo a odiar. La humedad del exterior empieza a hacer un poco irrespirable el aire del salón. Siento como lentamente empieza a correrme una línea de sudor debajo del pulóver…comienzo a lamentar haberme puesto una camisa con una mancha en la manga y no poder sacármelo.
Cuando mi mente está casi decidida a tomarse el palo, la rubia sale de la misma puerta. No salió ninguno, debe ser una entrevista grupal. Me da la mano, entramos a la oficina. Un escritorio y unas carpetas del colores, una planta y una ventana con la persiana cerrada. No hay otra puerta…
Ella rápidamente me hace las preguntas de rigor y yo contesto las mentiras acostumbradas, no da mayores certezas sobre el trabajo para el que estoy postulándome, aduciendo que ella sólo está haciendo las entrevistas en reemplazo de una compañera enferma. Junto al archivador de cajones rojos, veo un par de zapatos masculinos y otro femenino. Me parecen conocidos, pero no puedo perder la atención, la rubia empieza a despedirme diciéndome que me contactarán para decirme como resultó la búsqueda. Casi le pregunto por los otros entrevistados, pero me contuve.
Nunca me llamaron.

viernes, 14 de septiembre de 2012

Todos comemos Monsanto




Todos comemos Monsanto.
En el choclo de la no sopa que te venden envasada.

Comen Monsanto los ricos, los pobres, un veneno igualitario.
En el pasto del churrasco que muerde alegre la nada.

Comen Monsanto los que comen cosas orgánicas,
tratando de gambetear y hacerse los giles.

Comen Monsanto los colectiveros que se apuran,
los jueces de línea que ven mal.

Comen el dulce rocío de la muerte los hijos de quienes lo fabrican.
En las reuniones de empresarios malévolos,
mientras se ponen al día con la última minuta de los superreptiles,
los garcas de siempre, comen comida atomizada de Ferrá Adriá con remolacha meada por el mismo diablito.

Los hombres, esos necios corredores, analizadores de tevé,
esas pequeñas bombas que han armado en contra de sí.

Comerán el verdadero postre, en algún apocalipsis propio.