viernes, 26 de octubre de 2018

La Fiesta de Corpus triste



A la letra de molde de Brienza, 
que me hizo conocer esta historia.

Bene curris, sed extra vium



Polvo, entre los rumores y el viento de Cochabamba. Polvo sobre la consulta del Cabildo, apenas tímidas respuestas afirmativas. A pocos kilómetros, la máquina goda de matar: Goyeneche. Tan criollo como los habitantes de la ciudad, tan realista como el propio rey.

El Cabildo consulta otra vez ¿No entregamos o defendemos la ciudad? Entre los papeles cubiertos de polvo que se sacuden en los escritorios hay una copia del pedido de clemencia desoído por el carnicero de Arequipa. Pocas voces de algunos hombres se prestan a defender la ciudad. Entonces, una anciana Manuela Gandarillas hizo oír su gastada voz: “¡No, señores! Nosotras queremos morir matando”. Hasta el viento se calla. El polvo cae y se detiene en los rostros anonadados “Pues si no hay hombres en Cochabamba para morir por la patria y defender a la Junta, aquí estamos nosotras para salir a recibir solas al enemigo”.  Rápidamente, la rodean las demás mujeres, esposas de hombres muertos y vencidos forman un enorme escudo en derredor de la vieja.

Todos se abocan a la tarea de improvisar un cuartel. La tierra ahora exhala polvo por los pasos apresurados de los habitantes de la ciudad, apresurados por prepararse para una batalla irremediable. No hay banda militar, no hay clarines estridentes, apenas un puñado de milicianas con palos y piedras. Se funden efímeros cañones y fusiles de estaño.

Es 25 de mayo de 1812. En la entrada del pueblo, las mujeres se agrupan para esperar las tropas realistas que se sabe, vienen desde Tarata. Goyeneche nunca duda. Se ha cargado fríamente a civiles y soldados a su paso. Antezana, al mando de un ejército independentista marchito se ve forzado a combatir por el ajeno impulso heroico femenino.

Los realistas se acercan creyendo que nadie los espera, imaginan unas casas vacías o un pueblo rendido. Reciben casi con gracia los pocos disparos de la improvisada batería Cochabamba, que rápidamente comenzó a convertirse en estaño fundido.

Lo que sigue es lo esperado, una corta batalla de dos horas y una cacería de los realistas sin piedad. Y luego, Goyeneche los invita a ultrajar cada vértice de la ciudad, a regar de sangre valiente la tierra seca. Los que logran escapar, salen expulsados hacia un desierto feroz.

El futuro conde, pide que no dañen la cabeza de Antezana y la recibe como premio a su villanía. Luego hará arrastrar el cuerpo del patriota por las calles como advertencia. Duerme ebrio, antes del corpus cristi. Al día siguiente, en sus mejores galas, encabeza la procesión litúrgica con los pocos Cochabambinos realistas. Parece un desfile de gusanos sordos. Entre sus pasos y sus voces, se oyen los gritos desgarrados de los heridos y las mujeres violadas, ellos avanzan como si nada.

Goyeneche, como tantos, como siempre, no ha entendido su triste papel en la tragedia. No sabe que más tarde que temprano, sus victorias, como todas las injustas, serán parte de ese polvillo que se adosa obsesivamente a sus zapatos. No sabe, que los vencidos, sin sus blasones y títulos de bisutería, pronto lo devolverán a patadas a la metrópoli. No sabe que esas mujeres de corazón en pecho, siempre, siempre ganan la batalla.

Y morirá, como buen perro, en los faldones decadentes de los españoles, envidiando secretamente el coraje de esas polleras terrosas y coloridas de Cochabamba.

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