jueves, 18 de octubre de 2018

La espera.



" Afortunado es el hombre que tiene tiempo para esperar. "
Pedro Calderón de la Barca


Diez minutos. Siempre la veía por diez minutos. Ella miraba el celular, una, dos, tres veces, casi mecánicamente. Después la puerta del tren se cerraba delante de mí y lentamente ella se alejaba sin moverse.
Recuerdo particularmente que no usaba auriculares, llevaba siempre algo de color azul. Cuando los viajes son tan aburridos, uno empieza a notar el patrón, como si la matrix se ahorrara energía. Inevitablemente, ella tenía algo azul, su remera, sus zapatos, el pelo.
Más de una vez cruzamos miradas, pero fue como si nunca hubiese sucedido...ella tenía en los ojos un brillo metálico e impenetrable.
Diez meses pasamos así. De lunes a viernes. Con el tiempo descubrí que ella esperaba a alguien, como si estuviese cada día plantada por el mismo personaje en el mismo andén mugriento de Constitución. Rara vez su rostro transmitió otra emoción que la ansiedad de la espera.

Era sorprendente verla en medio de la marea humana, a esa hora en que el Roca se convierte en un collage de carne, tela y sudor agolpados.

Un día, me decidí. No subí al Korn de 17:54, me quedé junto a ella. Me senté incluso junto a ella. Abrí un libro de Neruda, como para no parecer un insensible que se entrega al humo mundano del suplemento deportivo. Y esperé. Ella volvió a repetir los mismos pasos: una, dos, tres levantadas de celular, breves revisiones y dos veces se levantó y se sentó junto a mí. Parecía tan frágil y a la vez tan firme en sus movimientos que me aterraba un poco. Ninguna obscenidad de ningún pasajero se había acercado a ella nunca, ningún acercamiento, salvo el mío, imbécil, ésteril, esa tarde. No aguanté mucho su total indiferencia. Ni siquiera para atinar a romper el silencio. Me subí al siguiente Korn.

No me iba a dar por vencido. Pasé dos semanas estudiando, sutilmente, desde la ventanilla justo frente a su banco, cada uno de sus movimientos. No pude saber demasiado, entonces aposté a lo más convencional. Esa tarde llegué al andén con un enorme ramo de rosas. Los vendedores se reían a mi paso, pero nada me importaba. Con esfuerzo, gambeteando el laberinto de filas que se rompían con cada apertura de vagón, llegué a su banco.

Pero no estaba, por primera vez en diez meses no estaba. Me senté, destruido, en el lugar que ella solía ocupar, a tiempo para ver como en mi ventanilla habitual ella se besaba, sin ninguna sutileza con un pibe con la remera de Maradona. Cuando las flores detonaron contra el vidrio el muchacho se dió vuelta y resultó ser igual a mí.

Un viejito loco juntapuchos se sentó a mi lado en el banco y me palmeó la espalda: “El diez siempre tiene que anticiparse a la jugada, pebete”.

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