jueves, 18 de octubre de 2018

Seguirlos


A la memoria de mi primo Andrés Avelino Borges.

Era muy difícil esconderme. Eso era lo yuca de intentar verlos de lejos. Ya me había salvado por poco de sus carros deportivos la tarde anterior. Esa tarde no, henchido de un coraje novedoso, opté por seguirlos abiertamente. Ya sin tapujos ¿Por qué tenía que tener vergüenza ante ellos? Yo también tenía lo mío después de todo, mis padres también eran ricos.
Esa tarde, me senté apenas a unos metros, como mirando las olas, distraído. Ellos, relajados, lustraban sus tablas al sol que cada tanto se filtraba entre las densas nubes. En un parlante a respetuoso volumen sonaba reggae. Sólo un par de ellos habían optado por deshacerse de sus chaquetas. La paz que reinaba entre ellos, me hipnotizaba. Todo discurría como en un mundo aparte. A ratos, alguno me miraba. Yo me desentendía y miraba el mar. Las olas estaban altísimas, el mar parecía un dios desafiante. Olas huecas, pensé, tal cual las quieren los buenos surfistas. Pasó una hora así, en ese complejo equilibrio entre la paz de los chicos ricos, del otro el bramante mar. Por un momento, pensé que el más alto se iba a meter, tenía el traje de neopreno puesto. Sin embargo, no. Se separó apenas un minuto del grupo con su tabla, miró como analizando y volvió. La ronda de huiro había empezado. Fumaban apenas exhalando el humo y esforzándose por no reír. Su perfume intoxicante me llegaba sutilmente.
Uno de ellos, el del neopreno amarillo, me miró largamente. Le sostuve la mirada y él se lo comentó a otro. Luego, en un lapso de medio minuto, todos habían hecho torpemente disimulado reconocimiento visual. Yo me dejé mirar mirando el océano.
Pasaron diez largos minutos de silencio y cuchicheos tapados por las olas. No los escuchaba, pero temía que me apedrearon otra vez. Habían pasado varias semanas y no se había repetido. Súbitamente, como en un aceitado mecanismo, todos tomaron sus tablas. Se apagó el reggae y ellos empezaron a caminar hacia el norte. Unos minutos después, arranqué tras ellos con paso sutilmente acelerados.
En seguida me topé con ellos. Cruzamos la playa La caplina sabiendo uno del otro. En un momento un par de ellos simularon una pelea y casi terminan en el mar. A medida que avanzábamos unos perros parecían seguirnos también con disimulo. Subieron al malecón. Fue difícil pero los seguí.
Se hacía más difícil caminar después de la torcedura de tobillo. Malditas piedras. Ellos enfilaron por la calle estrecha y desierta muy lentamente. Por momentos, en obvia actitud, decían cosas como “¡Chato y sin tabla! ¿A qué vendrá?” “¿Cómo se puede ser tan ladilla?””¿No será marica el churre?”Me desentendí totalmente (¡Oxigenado y ficho!) Continuamos todo el trecho hasta el espigón donde está esa cruz enorme y tétrica. El de la chaqueta marrón, creo que se llamaba Tristán, se puso a jugar con uno de los perros mugrosos que nos seguían. Ellos dejaron las tablas en la escasa arena que había entre las piedras y se instalaron en el espigón. No bajé sin más, me detuve antes de bajar, como disfrutando la vista. Luego, me dispuse a escasos cinco metros de ellos en el espigón. Las olas reventaban contra las piedras y nos mojaba una leve lluvia. Ellos se arrimaban entre sí para conversar. En un momento el alto se giró y me hizo un gesto con la mano y leí en sus labios “No seas tímido, churre”. Yo me quedé a la misma distancia. Entonces ví al perro, los había seguido hasta la punta del espigón. Sabía que llegaba el momento, mi momento, nunca había llegado tan cerca de ellos. Casí podía escuchar sus voces. Una ola enorme estalló delante de mí y retrocedí en dirección a ellos. Quedamos a escasos dos metros.
Entonces el de neopreno amarillo tomó al perro sutilmente, le inyectó algo y lo puso en el suelo. Admiré la velocidad y tranquilidad con que lo hizo. El chusco se quedó acostado, muy tranquilo. Todos lo miraron, el alto hizo la mímica de patearlo al mar. Los demás lo detuvieron. Dude un momento, el perro me miraba como pidiendo ayuda. Es cielo se había oscurecido y se mantuvo así durante unos minutos. Ellos en silencio parecían expectantes y no le sacaban los ojos al perro. Comencé a caminar alejándome de ellos, cuando estuve a unos metros, oí perdidos entre las olas sus vítores. Luego cercanos ladridos y en los tobillos, las fauces del chusco atacándome. No era grande, pero estaba totalmente rabioso. Me tiró al piso. Gruñendo en mis oídos, me mordía un brazo con fuerza y se soltaba de inmediato para buscar mis genitales. Sentía sus colmillos en mis muslos cerrados herméticamente. Intenté darle un golpe sin éxito varias veces. Me mordió varias veces el abdomen. Concentrándome, logré atinar uno a la cadera que lo desplazó lo suficiente quedar a tiro de mi pierna derecha. Antes que pudiera recuperarse , le dí un patadón en la mandíbula. Se perdió de mi vista y me levanté lo más rápido que pude. Estaba mareado, el salitre caía ardiente en las mordidas del perro. Miraba entre las rocas y no lo veía. Giré, palteado como estaba varias veces hasta que una ola arrojó sobre el espigón el cuerpo sin vida del chusco. La nubes se disiparon a tiempo para ver sus ojos aún inyectados en sangre totalmente vacíos. Empecé a correr hacia el malecón.


Ya casi estoy adentro, pensé mientras ellos me arrojaban las primeras piedras.

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