jueves, 18 de octubre de 2018

Anodaram, el mago.



“Todo hombre paga su grandeza con muchas pequeñeces, 
su victoria con muchas derrotas, 
su riqueza con múltiples quiebras"
Giovanni Papini


Todos en Alepo recuerdan a Anodaram, el mago. No era que todos tengan la mejor idea sobre él… todo lo contrario, más bien lo denostan. Pero todos, todos, lo habíamos visto de niño mostrar sus primeros pasos mágicos ante los ojos atónitos del piberío. Yo mismo recuerdo sus sonrisa compradora cuando hacía levitar las ánforas cargadas de agua camino a la casa del gobernador. Casi como por inercia le dí una zanahoria de las que cargaba. Hacía de todo, desde levitar el mismo a varios centímetros del suelo, hasta convertir animales en pan o cortar el cabello sin usar las manos. 

Los días festivos, solía vestirse con una túnica larga que había ganado en una apuesta al sastre de la ciudad y apoderarse del centro de la plaza. No había forma, los demás querían llamar la atención pero el púber ruliento y desaliñado opacaba a todos. Los mismos sacerdotes del templo se horrorizaban, a la vez que con ojos vacunos quedaban hipnotizados por sus proezas. Ni siquiera, Rabib, el que se comía los conejos vivos llamaba la atención. Y eso que era impresionante. 

Una de esas tardes, lo vimos elevar sobre su frente una larguísima espada que pidió prestada a un guardia real y sostenerla en el aire sólo con la mirada. Era pesadísima y si se le hubiese caído, hubiera muerto sin dudas. Se mantuvo elevada varios minutos, dejando apenas unos centímetros entre cabeza echada atrás del muchacho y la agudísima punta. Se movió un metro súbitamente y la espada cayó, clavándose en el suelo. Le llovieron monedas, comidas y hasta ropa. Él se encargaba de repartirlas entre los otros niños mugrosos que lo rodeaban.
 Algo raro se sintió aquella tarde, cuando el sol se ocultaba y Anoradam se disponía a partir. Llegó Palón, el consejero del rey. Lo último que vimos fue como subía a un carro ornado que se fue rápidamente con dirección al palacio. 
Dicen que una vez allí, Ibbi Simm, el monarca lo rodeó de guardias amenazantes y le pidió que repitiera su actuación. Quedó estupefacto ante su poder. Luego se dedicó a rodearlo de oro y mujeres. Anodaram se volvió uno más, con los bufones y cortesanas, rápidamente se acopló a la vida palaciega. Ibbi Simm lo llevaba con él a todos lados, presumía de sus poderes ante otros reyes que lo admiraban no sin cierto recelo. 

Más de una vez lo hemos visto pasar a bordo de los fastuosos carruajes, detenerse en alguna ochava y arrojar monedas de oro a los muchachones que eran sus compañeros de correría. Nosotros, proseguíamos con nuestras labores, esperando aquel momento que volviera a mostrar sus prodigios. Él se había entregado a la bebida, según cuentan, su rostro se ensanchó, perdió la habilidad de sus piruetas y comenzó a aburrir a los habitués del palacio.

Apenas murió Ibbi Simm, los generales que lo rodeaban, celosos de su imposible magia, lo desafiaron a mostrar mayores habilidades frente al heredero. Anodaram, hinchado de vida holgada, lento y poco grácil mostró aún la misma habilidad. Con un golpe de vista, llevó al centro de la reunión todos los cascos de los guardias y con el sólo meneo de su rulienta cabeza los hizo orbitar entorno del heredero. Era peligroso, sin duda, a los ojos del heredero, que secretamente también lo envidiaba. 
Lo condenaron al olvido, miles de injurias comenzaron a tejerse sobre él. Lo acusaban de conspirar contra el rey, de propasarse con los guardias, de beberse él sólo un enorme odre de vino regalado por el emperador egipcio. 

Finalmente, lo expulsaron de palacio. Todavía recuerdo como llegó nuevamente a Alepo, cubierto de tierra y sudoroso. En el mercado se corrió la voz rápidamente, todos se fueron acercando a él. El calor era tremendo y él estaba gordísimo. Nadie se explicaba como había llegado. Más aún nos asombró que viniese todo el camino levantando levemente un balón con el pie izquierdo. Lo llevaba, como a la espada, apenas oscilando entre su pie y su cintura.

Llegó a la plaza central y lo pateó con una fuerza imposible de describir, se perdió totalmente de vista, nadie, nunca lo vió caer. Anodaram sólo dijo “algún día volveré, aunque falten diez centurias” y se dejó caer al suelo. 

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