martes, 11 de diciembre de 2018

El vasco y la tana


"¿Por qué tenemos que ir tan lejos para estar acá?"
García


El vasco Anzoeta es un tipo duro. Serio y frontal, pero sobre todo, duro. No obstante esa tarde se le pianta un lagrimón. Por gil, por bolas tristes, por entrar como un pendejo cualquiera. Mira a la tanita de su amor, alzando la 38 sobre la cabeza de una vieja. Mira los patrulleros cruzados, mira como la cajera de la fiambrería llora y reza. Pero no mira nada.

Cuando Jorge entró, no sabía muy bien en qué se metía. Casi como el vasco del párrafo anterior. Pero necesitaba la guita, estaba por tener un hijo y sobretodo, necesitaba tener un laburo fijo para huir de su casa. Se comió estoico las capangueadas de los primeros días sin chistar.

Anzoeta está pálido, la tana, sacada, disparó dos tiros al aire y todo empezó a ponerse más espeso. Lo que era una operación sencilla, ahora era el peor atolladero de su vida. Todo por seguirla, todo por unos pesos, todo por menos que eso, todo por caliente. El vasco se metió en el baño del local y se mojó la cara. En el espejito sobre el lavatorio se vió como un fantasma.

Cuando lo dejaron en su lugar fijo, Jorge se sintió tranquilo. Apenas si salía a recaudar alguna vez, hacía algunos trámites, atendía el teléfono. Casi como le había prometido su tío, un laburo fijo y tranquilo. Cobraba bastante bien inclusive.

El Vasco la mira a la tana a los ojos. Ella está totalmente enfurecida. Sus párpados irradian fuego. Contaron la plata en la mochila celeste, apenas dos lucas. Tres rehenes y un cielorraso destruido. La rehén más vieja parece al borde de la muerte, el calor y la tensión la dejaron hecha flecos. El vasco propone dejarla salir. La mujer les agradece. Al acompañarla hasta la puerta, se vislumbran dos patrulleros más. El vasco se toma de un trago un litro de naranjada, otra vez ve el fantasma en el reflejo del vidrio de la heladera. De un puñetazo lo rompe y se corta el nudillo derecho.

Cuando llegan, le indican que se ponga de frente al local. Jorge, obedece, como siempre, obedece. Se parapeta detrás de la rueda del conductor y ante la orden, saca la 9 milímetros y la martilla. Guarda la íntima esperanza de no tener que usarla. Se agacha un poco más, rezándole a su santo que no sea necesario tirar un tiro.

La tana salió enfervorizada. Tiró y tiró. Se comió el primer corchazo en el hombro derecho, pero siguió caminando. Vació los dos cargadores contra todo lo que se moviera. Cuando cayó al piso como una marioneta sin hilos, el vasco se persignó y salió detrás. Esperaba no arrepentirse.

En la primer ráfaga, Jorge se cagó literalmente los pantalones. Para colmo uno de los tiros de los malhechores rompió el espejo retrovisor a su lado. El comisario lo levantó de piso y le pegó un cachetazo. Tire carajo. Jorge se agachó y alzó la mano derecha con la pistola en alto. Apretó el gatillo sin mirar hacia donde una, dos, tres veces.
El vasco se sentía ún más ridículo. Había alzado las manos resignado a la gayola. Las dos, atrás, en la nuca y caminaba con los ojos cerrados.

Jorge tiró y tiró, hasta que se oyó un griterío de algarabía. Lo bajaste, Negro, lo bajaste, le dijo el comisario exhultante.

Antes de cerrar los ojos, el vasco vio el festejo de los canas, cayó a dos metros de la tana que había muerto boca abajo. No pudo mirarle los ojos. Lo último que sintió fue el calor del asfalto.


Jorge sentía una mezcla extraña de culpa y alegría. Nunca antes había sido festejado por el resto de los oficiales. El comisario, le palmeaba el atónito hombro, finalmente le dijo: Tenés que bajar a alguno para hacerte respetar en esta ciudad de mierda.*












*Escúchese:

https://www.youtube.com/watch?v=OWUal58aNjY

No hay comentarios:

Publicar un comentario