miércoles, 16 de mayo de 2012

Sócrates (delirio 2008)



Mordió su sándwich por tercera vez. Otro almuerzo en el museo de arte. Frente a él, una hilera de bustos que lo miraba con particular desdén. Estaban todos esos hombres cuya obra había tenido que aprender en el secundario y de los cuales hoy sólo distinguía al de Sócrates. Sus severos y determinados rostros lo examinaban desde el blanco mármol, hasta la incomodidad. Trató de imaginarse a sí mismo en la Grecia antigua, pero sólo le surgió la imagen de un hombre de túnica orinando en una columna con gestos de alivio.

Se recostó en la banqueta que mediaba en el pasillo y cerró sus ojos. Oyó acercarse y alejarse los pasos monótonos del ordenanza, escuchó algunas voces lejanas y apagadas murmurar alguna fatalidad. Soñó entonces con la vida de Sócrates. Lo figuró debatiendo con otros hombres barbados y pensativos, lo vió vomitando luego de alguna borrachera, imaginó callejeras discusiones con griegos de época y finalmente aceptando la cicuta como un trago final de experiencia. Entresueños tocó su mentón y descubrió con horror que estaba poblado por una enorme cantidad de vellos largos y grises, se despertó sobresaltado y sintió ese frío en las piernas que da una toga en invierno. Se reincorporó sentándose y olió en sus bigotes extraños el olor rancio del vino vomitado. Finalmente en su esófago reinó una inconmensurable amargura, con dejos de tétrica determinación.

Su desesperación se volvió una rabia enorme. Entre tropiezos por las sandalias, empujó al suelo a ese maldito rostro y, en su zozobrante corrida escapatoria, escuchó el lamento del mármol despedazándose. En las escalinatas del museo, delante de los gritos generalizados, sintió la suave caricia de su traje de empleado nuevamente y vió caer la blancuzca barba que le había crecido. Una vez en el tranvía y observando todos los detalles  de su apariencia descubrió que su valija del almuerzo descansaba aún en la parte inferior del banco de su siesta. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario