Mordió su sándwich por tercera vez. Otro
almuerzo en el museo de arte. Frente a él, una hilera de bustos que lo miraba
con particular desdén. Estaban todos esos hombres cuya obra había tenido que
aprender en el secundario y de los cuales hoy sólo distinguía al de Sócrates.
Sus severos y determinados rostros lo examinaban desde el blanco mármol, hasta
la incomodidad. Trató de imaginarse a sí mismo en la Grecia antigua, pero sólo
le surgió la imagen de un hombre de túnica orinando en una columna con gestos
de alivio.
Se recostó en la banqueta que mediaba en el
pasillo y cerró sus ojos. Oyó acercarse y alejarse los pasos monótonos del
ordenanza, escuchó algunas voces lejanas y apagadas murmurar alguna fatalidad.
Soñó entonces con la vida de Sócrates. Lo figuró debatiendo con otros hombres
barbados y pensativos, lo vió vomitando luego de alguna borrachera, imaginó
callejeras discusiones con griegos de época y finalmente aceptando la cicuta
como un trago final de experiencia. Entresueños tocó su mentón y descubrió con
horror que estaba poblado por una enorme cantidad de vellos largos y grises, se
despertó sobresaltado y sintió ese frío en las piernas que da una toga en
invierno. Se reincorporó sentándose y olió en sus bigotes extraños el olor
rancio del vino vomitado. Finalmente en su esófago reinó una inconmensurable
amargura, con dejos de tétrica determinación.
Su desesperación se volvió una rabia enorme.
Entre tropiezos por las sandalias, empujó al suelo a ese maldito rostro y, en
su zozobrante corrida escapatoria, escuchó el lamento del mármol
despedazándose. En las escalinatas del museo, delante de los gritos
generalizados, sintió la suave caricia de su traje de empleado nuevamente y vió
caer la blancuzca barba que le había crecido. Una vez en el tranvía y
observando todos los detalles de su
apariencia descubrió que su valija del almuerzo descansaba aún en la parte
inferior del banco de su siesta.
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