Lo veía raro,
pensaba: tendrá otra. La idea la aterraba. Pero hacía varios días que nada
parecía satisfacerlo. Sus palabras eran amables y vacías, como la cabeza de una
muñeca de porcelana. Estaba desesperada, había caído incluso en el burdo truco
de hacer las cosas que sabía que le desagradaban. Quemaba la comida o no la
salaba, dejaba que el desorden se acumulara, hasta pidió prestado a su hermano
un pantalón para hacerle creer que había otro. Él, un corderito, no alzaba
siquiera su ronca voz. Poco era lo que le pedía y lo hacía con una extraña
educación, un “por favor” colosal lo inundaba.
Se sirvió
lentamente la cerveza en el pequeño vaso de vidrio, el sonido de la caída fue
apagado por el paso de un colectivo. Luego sacó un paquete de cigarrillos del
bolsillo de su sucia camisa azul y encendió uno- ¿Sabés que pasa, Raúl? Yo creo
que ya no me quiere- se llevó el vaso a la boca y sorbió un poco- yo fui muy
hijo de puta. Estoy recibiendo lo que merezco, no puedo esperar que me perdone-
los dos se miraron. Raúl se paso la mano áspera por la calva que ornaba su
cabeza olivácea. Esta vez, no sólo el cansancio invadía sus rostros. No sabía
como continuar esa charla incómoda, pero se aferró a lo poco que le quedaba de
piedad por su compañero- Mirá- dijo luego de masticar un poco de maní- por ahí,
por ahí lo importante sea hablarlo. Cuando tengo un problema con la patrona se
soluciona hablando y después reconciliás todo bien, digamos, no sé como será el
asunto, pero…- se calló. Mario miraba pasar las prostitutas camino a la
esquina, pero más miraba pasar el tiempo, no quería volver a casa. Raúl no
sabía que pensar o que hacer- Escuchame ¿querés venir a casa?- no se daba
cuenta en que quilombo se estaba metiendo, pero prosiguió, a veces un afecto no
nos deja pensar- Total, te pegás un baño, dormís y mañana vamos juntos a la
obra…- Mario escuchó y no oyó- No, te agradezco. Hoy voy a poner las cartas
sobre la mesa y que sea lo que Dios quiera…- y se acercó al mostrador a pagar
la cerveza y saludar al dueño del bar.
-No pienso
esperar a que me lo diga- Miriam agitada, juntaba desprolijamente sobre la cama
una montaña de ropa- ¿o se cree que estoy para cuando le dé la gana?- miró el
moretón oscuro sobre la pierna derecha y sintió pena, hasta añoranza. Kevin,
dormía en el cochecito y un hilo de baba recorría su rostro acalorado.- Me voy
a lo de mamá y después veré- tomó una pesada y mohosa valija de atrás del
placard- no lo quiero ver más, ya está. Afuera el sol se apagaba sobre la zanja
y un par de bicicletas cortaban polvo en la calle. Temblorosa y cargada, Miriam
dejó su carta sobre la mesa y salió a tomar el colectivo. El viaje era largo y
el niño se le resbalaba entre las manos. Estaba entre dormida y despierta y,
como movida por un instinto ritual, nunca se relajaba lo suficiente para
dejarlo caer. Las manos, una encima de la otra, se deslizaban lentamente, pero
nunca llegaba a separarse. Finalmente las cruzó con fuerza, hasta que sus dedos
entrelazados formaron un tejido indestructible. Se durmió.
Cuando llegó,
estaba dispuesto a ceder todo ante la mujer que amaba, a decirle que a partir
de ahora se comportaría como en los últimos días, que la violencia se había
esfumado de él. Que la quería demasiado para dejarla ir. Pero luego de pasar la
puerta de alambrado no la encontró. Seguramente se había ido a hacer un
mandado. Entró en la casa y se sentó a la mesa redonda de aglomerado. La noche
había caído sobre el patio pletórico de barro y agua jabonosa. Él fue a su
pieza con la intención de cambiarse y encontró un sobre, yaciendo sobre la cama
sin frazada. Era la carta de Miriam, se había ido, al parecer pensaba que él la
engañaba. Mario estaba furioso y confundido. Destrozó a patadas el placard casi
vacío. Luego se recostó sobre la cama y fumó. Miró sus manos aguerridas y
ajadas, y pensó en lo inútiles que eran.
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