“…ídolos a deshora…”
Fray A. Montesino
Había pasado los
primeros diez días de su viaje de inspiración en la tranquilidad de los
bosques. Agujas de pino flotando en el aire serrano. Caminatas interminables
junto a los arroyos, innumerables fotografías de de verde, gris y marrón, algún
cruce de miradas con féminas locales. De sus personajes ni la más mínima
noticia, el anotador de su novela reposaba aún en el fondo de su bolso azul,
bajo unos pantalones cortos. No le preocupaba, al fin y al cabo, la editorial
pagaba toda su estadía. Una dosis de sublime bucólica no venía mal. Los hombres
necesitan, a veces, alejarse de sus famélicas y torturadas creaciones, del
morbo de la civilización.
Marchaba,
distraído por un anochecer fresco y majestuoso, sobre el campo estrellado
camino a la posada. Casi no había ruidos en la arboleda seca, tan sólo el grito
suave de las hojas bajo sus pies. Un kilómetro faltaba, creía el novelista,
para su destino, cuando escuchó un griterío incomprensible y no muy lejano.
Arreado por una mala curiosidad se acercó, aguzó el oído para encontrar el
camino hacia el ruido.
Detrás de una
colina llena de tréboles se veía un descampado, llano, amarillento y pisoteado.
Un grupo de personas ataviadas de blanco ejercía una rara combinación de
círculos de baile enlazados. Sus danzas en ronda seguían el compás de un grupo
de tambores invariable, monótono. Todos cantaban desafinadamente y a un volumen
descomunal. Se erizaban sus venas y se enrojecían sus rostros. En el centro del
redondel principal, otros cuatro lo cortaban por sus puntas, la ronda se
mantenía estática, sus integrantes daban pequeños brincos en su lugar. Una
hoguera se alzaba como una pared rodeando a un ídolo de madera. Un hombre
grande y obeso giraba sobre sus pies. Vestía una camisa de plumas azulinas, su
cabeza estaba echada hacia atrás, sobre su nuca, parecía a punto de caerse, de
descolgarse del cuello.
El escritor
estaba sorprendido y asustado, una fuerza misteriosa lo arrastraba
sigilosamente hacia la reunión llameante. Se escondía detrás de las rocas y
arbustos que circundaban el descampado. Cuando se detuvo, a pocos metros de las
rondas de giro constante, distinguió rostros conocidos entre los danzarines.
Eran los habitantes del pequeño poblado. Allí estaban el carnicero y su señora,
los posaderos, el zapatero, todos los que moraban en la paz de la serranía.
Los tambores
cambiaron su ritmo, súbitamente, y los cuatro círculos andantes aceleraron su
paso y su aullar. Todo el ritual parecía una máquina aceitada y prolija, una
serie de piezas encastradas por un ingeniero alemán. Lo intrigaban las voces
sin sentido, en realidad es eso lo que lo intrigaba, la falta de sentido que
tenían para él. Parecían ser ladridos o voces católicas en latín, a él le
sonaban igual, le sonaban a nada. Sintió pasos cerca de su cuerpo agachado, escondido, acobardado, no se movió.
El terror pasó cuando vio al gato amarillo y blanco de ojos verdes apagados,
parecía hambreado. El animalejo se restregó con la pierna velluda, hasta que el
novelista optó por darle un trozo de sándwich de su excursión. El felino lo
lamió con desconfianza al principio, para luego morderlo con gratitud.
La ronda parecía
ir agotando sus fuerzas. No bajaba su ritmo frenético, pero en los rostros
sudorosos de sus integrantes parecía
enmudecer el canto. A sus espaldas, unos arbustos se sacudieron, él se alteró,
giró y el mazo cayó sobre su frente a tiempo para ser visto por sus ojos.
El sol estaba en
la cresta del mediodía, quemaba los ojos del novelista. Estaba echado en el
centro del descampado. Despertó. Una mujer morena y sonriente dormía junto a su
cuerpo adolorido. Notó que su torso y las palmas de sus manos estaban pintados
de rojo, con un polvillo mojado. A su alrededor la aureola de una fogata pasada
ennegrecía el pasto pisoteado desteñido. Se incorporó, intentando sin éxito
despertar a la joven a su lado. Resignado, comenzó a distinguir en el llano una
ordenada dispersión de retazos de tela blanca.
Volver a la
posada con el cuerpo cubierto de rojo y sólo vistiendo pantalones sería
incómodo. Subió al cerro buscando un arroyuelo para enjugarse el tinte rojo,
desde la altura vio que las telas blancas estaba ubicadas de manera tal que
formaban una serie de cuadrados concéntricos perfecta. Se lavó las manos y la
cara, el agua corría helada sobre el fondo de piedras verdosas. Su torso
parecía condenado al rojo, no se quitaba la extraña pintura. Entre las rocas de
la orilla divisó algo parecido a su mochila, a veces las cosas son lo que
parecen. Allí estaban también sus zapatillas y su camisa azul cuadrillé. Volvió
al descampado, ya no estaban en él los cuadrados, ni la muchacha dormida.
Se rascó la
cabeza y luego presionó sus sienes con ambos puños. Palpó su cara y no encontró
irregularidad alguna. – Tal vez esto (o lo anterior) se parte de algún sueño-
pensó con los ojos cerrados- para salir, debo actuar con naturalidad- resopló.
Llegó a la posada
a la hora del almuerzo. Los anfitriones rubicundos y rubio-germanos, lucían
ojerosos y cansados, aunque de buen talante. La señora le sirvió un plato de
guiso, el lo comió lentamente, esperando que la pesadilla terminara, esperando
despertar. Todo el comedor parecía igual, los cuernos horrendos pendiendo de
las paredes, los jarros de losa pintada en los estantes, todo normal, ordenado,
con el mismo aire bávaro que tanto gustaba a sus dueños. Frau Müller lo llamó,
alguien estaba al teléfono para él.
-Ya está, esto
termina- imaginó, psicoanalítico, al levantarse del taburete- siempre que suena
una campana el sueño termina.
Era su editor, le
agradecía por el fantástico manuscrito que habían enviado de la novela, la obra
mejor escrita de su carrera. El novelista negó rotundamente haberlo enviado, el
jefe que sí, que de puño y letra, firmado con su nombre. Calló, colgó el teléfono.
Se sentó
nuevamente a la mesa, perdido, desorientado. Frau Müller le había dispuesto un
inmenso trozo de torta de chocolate frente a sus narices. – ¿Malas noticias?-
preguntó al comensal mientras cargaban las vajilla del estofado en una bandeja.
El escritor no contestó. Dejó caer su cabeza, como fruto que maduró, sobre el
postre.
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