-No, la verdad es
que todo el trabajo que acarreó esta novela no tenía como objetivo un best
seller, pero los lectores…bueno, ellos eligieron- con las amables risas del
caso, la conferencia de prensa de Roig era un éxito. Su novela “El amanecer de la sangre” había vendido
“más ejemplares que la biblia o un disco de Madonna” según se comentaba. Ahora,
el rubicundo uruguayo se dejaba halagar en el lobby del Heferton Hotel de Buenos
Aires por una prensa condescendiente - Estoy más que contento con el resultado,
pero además creo que este libro es una muestra de la evolución que han sufrido
mis textos luego releer algunos clásicos- Ezequiel, así se llamaba Roig, se
quitó los lentes y los limpió con un pañuelito ínfimo que sacó de un bolsillo
en su saco marrón fantasía. Detrás de él, un cartelón chillón decoraba la
escena con la tapa de su libro, un cuchillo cuya hoja descendía y relucía en un
rectángulo que combinaba miles de matices del rojo. Un muchacho de ojos
pequeños y mirada perdida le preguntó entonces: “¿cúanto tiene que ver su asesino, Ricardo Marchena, con el caso Spivak?”
y se sentó en actitud suficiente, sabiendo que había preguntado lo que nadie
osó a inquirir. La nariz rosada y granulosa del escritor se movió un poco hacia
la izquierda, mientras su dueño bajaba la pregunta con un sorbo de agua. Era
complicado. El asunto del desollador de Junín era más que similar al de su
novela, por no decir que su novela se conectaba demasiado con el caso. El
escritor contestó, luego de una pausa bastante, infinitamente para el gusto del
auditorio, prolongada- La verdad es que nunca escribí crónicas policiales y
luego de buscar alguna información sobre esa serie de asesinatos, me di cuenta
que, como a veces se dice, la realidad superó a la ficción. De todos modos,
nunca ha sido la intención de mi novela describir una serie de asesinatos, sino
el proceso de culpa y remordimiento que se va generando en Ricardo. Más
psicológico que policial, es el asunto- volvió a detener su charla para sorber
más agua y pensar para sus adentros “¡cuán
hábil soy!” y continúo con suficiencia- Me parece simplista pensar que el leit motiv de todo la obra es describir
asesinatos- y se reclinó como esperando otra pregunta, pero sabiendo que Losada
iba a dar por terminada la conferencia. Amablemente el hombre de nariz ganchuda
despidió a todo el periodismo y alumnado presente. Los dos conferenciantes se
retiraron al bar y, sentados de manera casi indolente, pidieron un café.
El editor
encendió un cigarrillo y se acarició con lentitud la barbilla pilosa, luego de
revolver el café, se echó, aún más, sobre el respaldo de su silla y estiró una
sonrisa – La verdad es que me salvaste la vida con el manuscrito ese, me tenían
entre la espada y la pared. Ahora el hijo de puta de Alvez se tiene que guardar
mi despido hasta que elija mal nuevamente. Pero estando todo más tranquilo,
decime ¿en serio pensaste este libraco sin conocer lo de Spivak?- Losada tenía
una increíble capacidad para lograr sacarle información con confianza a la
gente, pero Roig era hijo de catalanes y, como todos sus antepasados, porfiado.
Desdibujó con su dedo índice de la mano izquierda los arabescos del mantel azul
que cubría la mesa y por fin con tono de maestra enojada respondió –Las
coincidencias son eso, coincidencias. Yo este libro lo tenía casi cocinado
mucho antes del caso Spivak. No voy a negar que el loco ese, que en paz
descanse, le dio el impulso final a la venta del libro, pero nunca pensé en
rescribir el diario. No me subestimes, gallego- y dejó para el final la voz
campechana y concienzuda que le gustaba oír a su mecenas- Bien sabés que no
tengo porque mentirte a vos.
Al descuartizador
de los Spivak, el peón Juan Carlos Álvarez Ortega, lo habían ajusticiado los
vecinos de Junín. Pero antes se había cargado a nueve personas, entre ellas, su
patrón, la mujer de su patrón (su amante) y un capataz. Todos los asesinatos se
habían descubierto casi en simultáneo y por una casualidad en una procesión. A Ricardo
Marchena, también se lo descubría por casualidad, pero no era ningún peón, al
menos no uno de campo. Pertenecía a la autodenominada selecta clase
administrativa de Buenos Aires, era un oficinista. Asesinaba a nueve personas,
figurando en estas su gerente, la mujer de su jefe y el presidente del banco en
que trabajaba. También el tenía una relación amorosa con la esposa de su jefe.
También a Marchena lo ahorcaba un grupo civiles, militantes ultracatólicos, luego
de descubrir sus crímenes.
Ezequiel terminó
el café con rapidez y se despidió del hombre pecoso y cano que ya estaba
satisfecho por la confianza, a su parecer, por la verdad. Luego bajó a la
avenida Madero y subió a un taxi. Lo esperaba un tarde de vicio con su amante.
Laura había sido su alumna cuando daba cátedra de literatura francesa en una
universidad privada. Era una típica niña mimada de Belgrano, no demasiado
sagaz, tremendamente bonita y difícil de complacer. Tenía un cuerpo torneado,
pero sin las aristas de quien alguna vez hizo algo. Hacía unos tres años que
tenían un departamento en el Once, una especie de furtivo refugio para sus
vidas del mundo real. Él recitaba poesías, la mayoría de las veces chapuceaba,
y ella lo desvestía con devoción. Ambos tenían esposos y las cosas más o menos
acomodadas.
Pero esa tarde,
llegó sin ganas de entregarse al placer y vio en su ex alumna un dejo de
hartazgo de todo ese departamento de la calle Mitre, de todo el ruido del Once,
de su cincuentón experto en Flaubert. La encontró como harta, bebieron un par
de copas e hicieron el amor mecánicamente como para justificar el encuentro.
Durmieron una corta siesta. Él despertó antes que ella y miró largo rato como
el sol que se filtraba por las persianas se le dibujaba manchas amarillas sobre
el rubio pelo a la joven. Pensó en toda la farsa que se había generado junto su
novela, en toda la historia del asesino de Junín, en como creyó que la
similitud con la vida real podría parecer una mera casualidad. De golpe se
encontró en el auto de su amante, llegando a la puerta del Ministerio. Una
corta escalinata lo dejó dentro del ruinoso edificio.
Tenía que
encontrarse con Frutos, el flamante encargado de la Educación , tan
reconcentrado iba en que decir y en la farsa, que no recordaba si había besado
o no a la muchacha dueña del Mercedes que lo llevó hasta allí. Se sentó en un
escalón tratando de recobrar el aliento y la calma. Algo, no sabía bien qué, lo
inquietaba. Decidió llamar al ministro excusarse y tomar un largo sueño en
casa.
El taxi lo llevó
lo más rápido que pudo a la calle Juncal, bajo una presión desmedida por las
insistencias del escritor. El ascensor era una tortura eterna de tres minutos,
entró a su puerta y sintió el tibio abrazo del orden desmedido que su esposa
ponía en todo. Ella estaría dictando clases. Se sentó en el sofá, planeando
recostarse y acompañado por una sensación de alivio. Debía mudarse de ropa y
lavarse la cara. Buscó con paciencia la bata adecuada para no hacer nada y se
metió en el baño turquesa. Era horrible, un ambiente que relucía y además
cegaba por su vomitivo color. Se miró al espejo. Su rostro no estaba tan
demacrado como esperaba pero, de acuerdo a su obsesión de los últimos años, la
barba le había crecido demasiado en esas siete horas que habían pasado de la
última afeitada. Entonces, la encontró.
Abrió la mampara
y la encontró. Su mujer estaba desarmada en siete partes. Toda la bañera estaba
tinta en sangre, sin volcarse una sola gota fuera de ella. Era Marchena, no
había dudas. Todo tenía su marca.
Temblando se
recostó sobre la alfombra del living. Sentía como la sangre fluía sin
restricciones por sus venas, pero parecían estas demasiado angostas. Comenzó a
ver borroso y se desmayó cuando se paró junto a él un hombre alto, fornido, de
bigotes. Marchena, sin dudas.
-Carajo, esto es
un asco- el comisario Salinas se acarició la rasa y calva cabeza con un gesto
de profundo desagrado- ¿qué hizo el tipo este?- dijo, extrañamente asombrado. Fernández,
perdón, el Oficial Fernández le comentó el asunto con ese estilo sintético y
frío que lo caracterizaba- Sencillo, el tipo este...-miró en el informe- Roig
se había cargado a Frutos y se cargó de manera idéntica a su mujer al volver a
casa. Luego quiso descuartizarse a sí mismo y bueno…no llegó. Un loco- Salinas
miraba todavía con desagrado las figuras desarmadas que se embolsaban para la
morgue, el nombre ese “Roig” le sonaba conocido. -¿Este no es el que escribió
la historia de Spivak?- dijo sintiendo el alivio de quien remedia una duda y se
peinó las cejas.