"Cuando me trato más, menos me entiendo,
hallo razones que perder conmigo,
lo que procuro más, más contradigo..."
hallo razones que perder conmigo,
lo que procuro más, más contradigo..."
Juan de Tassis
-¡Cuatro Alfajores Guaymallén por diez pesos!- pega el
grito, afinado y melodioso un pibe con la camiseta de Quilmes. Pasa a mi lado y
prosigue su marcha siempre de sur a norte. Agradezco profundamente haber tenido
la inteligencia táctica de dejar pasar un tren, viajar sentado da una sensación
bacana que reconforta. Abro el libro, como los últimos tres días, en la página
setenta y dos con la firme convicción de que la pasaré y no me detendré hasta
la ciento veinte. La lluvia castiga los laterales del tren, incesante y
desprolija en su caída.
Apenas comienzo a leer la tercera línea, una sensación
horrible y húmeda me recorre el brazo. A mi lado un hombre pequeño y empapado
se disculpa por el desagradable roce con su saco mojado. Acepto,
diplomáticamente y prosigo mi lectura. El tipo, canoso y atildado en el vestir,
parece fuera de sí, como si sus ojos estuvieran lejos del abigarrado vagón. Sin
dejarme llegar a la página veintinueve, me mira fijamente y pronuncia el
comienzo de su desdibujado soliloquio.
-Ah, Quevedo, lo primero que leí en español- algunas vocales
se pierden en su hablar, sus consonantes se imponen con virtuosa regularidad-
Sí… poderoso caballero don dinero…es hielo abrasador…
Respondo con una brevísima y ligera inclinación de cabeza,
he ahí mi primer error. La camisa blanca que lleva se adhiere a su piel dejando
ver un continente de vellos gruesos y oscuros. Sonríe y prosigue.
-Sabe usted, me estaré dando un baño doble o triple hoy, me
moje caminando hasta aquí, me mojaré llegando a mi casa y finalmente deberé
tomar una ducha caliente- se ríe con ganas, yo no me permito ni un atisbo de
contacto visual- como en las películas malas, llueve en los momentos más
difíciles- su reflejo en el vidrio me muestra como palidece, casi a punto de
desmayarse. Su boca toma un rictus de infinita amargura y sus ojeras parecen oscurecerse.
Le pregunto si se siente bien, si necesita el asiento. Él se
niega con cortesía y me toca el hombro con una confianza que se impone como un
tsunami sobre las naturales barreras de la conducta social.
-No, no se preocupe, el problema que tengo…si no le molesta
que le cuente- me mira y sin que siquiera respire aceptando que continúe, se
larga- Parece mentira, yo no comprendo cómo se comporta mi mente y mi corazón-
la erre patina como señora gorda en pista de hielo- porque verá, me encuentro
ante un dilema... Primero, me presento, disculpe la descortesía… Alejandro
Janzonov….
Él espera con la paciencia metódica de los densos que le
diga mi nombre, pasa un espacio de casi un minuto, me extiende su mano y me veo
obligado a contestar, Miguel Grimblatt, le miento.
-Se imagina, Miguel, que no es cuestión de andar diciéndole
estas cosas a cualquiera…pero necesito desahogarme- le respondo apenas con un
levísimo gesto y al instante me arrepiento, una curiosidad de vecina chismosa
se impone a la lógica- soy un hombre comprometido, vine con mi pareja de
Ucrania apenas se aprobó la ley de matrimonio igualitario. Somos felices, hace
largo tiempo que no pasamos problemas económicos y convivimos bien, en armonía.
Me resigno, guardo el libro en la mochila y, por primera
vez, lo miro. El alivio se dibuja en él como si la lluvia se detuviese de
golpe. Le pregunto en qué reside su dilema. Se infla en pleno desahogo y deja
caer las palabras.
-Sucede que hace varios días, en mi trabajo diplomático
conocí a un hombre, un muchacho que no parecía distinto de cualquier joven de
los que uno cruza en el círculo de las cancillerías. Pero me miraba con
insistencia, como…como cuando los adolescentes se enamoran…había siempre algo
en su forma de hablarme que me resultaba hipnótico, delicioso…
Se sonroja un poco, sus aparentes cincuenta años viajan a la
infancia. Duda antes de proseguir, pero mi curiosidad se impone a su vergüenza.
A esta altura, cualquier lector avezado se podrá dar cuenta que lo único que
animaba el cansino viaje en tren era la charla de este personaje extraño que
abría inusitadamente su intimidad.
-No se ría de mí, por favor. Esto podría pasarle a usted
también- asiento con empatía- Esta mañana, me crucé con él en la cancillería y
me besó en la escalera de emergencias. Me sentí como usurpado en mi dignidad,
sin embargo, no podía resistirme. En su perfume y sus modos sentía algo que
estaba perdido en mi memoria…- sus ojos toman un brillo particular y detiene un
momento su relato, empujado por un vendedor de chips telefónicos.
La lluvia a la altura de Escalada es inclemente, se filtra
por cada rendija del desvencijado vagón. Un muchacho dormido en el asiento
opuesto al mío se moja y apenas reacciona. Janzonov parece detenido ante una
bifurcación desconocida. Le pregunto qué sucedió después.
-Después de ese beso, no tuve vuelta atrás. Pasamos todo el
resto del día en su departamento. Ahora vuelvo a casa, con mi pareja, Iván. Él
no sospecha siquiera nada de esto…-su voz se torna oscura- con él, me siento
joven, con Iván, cómodo y amado. No sé porque llegué a semejante situación,
como un colegial desbocado...
Llegamos a Lomas. No puede entrar nadie más en el vagón.
Janzonov está casi sobre el asiento que compartimos el bancario que viaja
enfrascado en un juego de celular y yo. El tren retoma su lenta marcha, no se
escucha más que el incesante golpe de las gotas estrellándose sobre todo
-Le tengo que pedir disculpas, Miguel, pero es que esto me
desborda y me oprime el pecho. No sé que hacer…Es como si las cosas se
confabularan para destruir el orden natural y volver a traer la hermosa
irresponsabilidad de la juventud- se ríe, pero con amargura.
Cuando el tren se detiene en Temperley, Janzonov parte raudo
entre la gente sin siquiera despedirse. Como un fantasma, como una sombra,
empuja a unos adolescentes pavotes y sale por el andén. Lo veo perderse entre
la multitud que desesperada busca el reparo del techo de la estación.
Hijo de puta, pienso, me tiró encima toda su mufa y sus
problemas y se bajó. Maldito fantasma, maldito ucraniano. Bajo del tren junto
con el bancario, que busca con desesperada insistencia su paraguas.
Al bajar en Adrogué, no sólo me repito en mis maldiciones, además
estoy en alpargatas en plena tormenta. Comprendo con claridad supina que
Janzonov le hizo el paraguas al bancario.
No puedo evitar reír como un tonto mientras me empapo camino
a casa.
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