“Toda mi vida no ha
sido tan larga como este otoño”
Konstantin G. Paustovski
Apenas retira su ojo del lente del telescopio, Leonid
Zirkanev deja resbalar por su mejilla una larga lágrima que cae sobre su
informe del día. El amanecer amenaza la colina de Púlkovo, enterrada bajo un
metro de nieve. Los números, en prolija tinta azul, pierden sus contornos y en
vano, el astrónomo intenta secar el papel rozándolo con los dedos. Detrás de él,
permanece parado el guardia del observatorio. Lleva un fusil y mantiene una
insólita posición de firme. Un silencio irreal lo envuelve y no se oye siquiera
su respiración. Sin recibir respuesta, Leonid lo saluda, mientras cierra la
puerta que conduce a las escaleras.Su respiración entrecortada y angustiosa
baja lentamente hacia el sótano de los residentes.
La última pisada, se dice el muchacho, la última fue perfecta.
No obstante, tanto él como el resto de los concurrentes al estadio mantenían
una mueca de desencanto. Viajaban en los atiborrados estribos del colectivo en
triste amontonamiento. La noche era húmeda y el calor no cesaba. Era
imposible no entender que todo era un montaje ridículo. Los invitados, conos al
servicio del homenajeado, pasaban a reírse como en el picado más sonso de un
asado familiar. Sí, era cierto, Rubén con dolor lo admitía a su fuero interno,
todo había sido una maniobra comercial. Pero Morán, Morán y su magia, Morán el
de la pelota al hueco, de la pisada, del súbito caño, Morán el diez, el mágico.
Morán todo lo merecía, menos esto.
El café en la jarra de lata era el más amargo. Leonid, los
ojos clavados en la ventana, detrás de sus vidrios, los pinos agitándose
infinitamente por el viento. Lo peor de todo era que debía quedarse de guardia
por dos días, hasta que la tormenta cesara. Los principios son sencillos de
aprender: el hidrógeno al interior, se había convertido en helio y se había
enfriado lentamente, quizás con más precisión, en los últimos años. Los últimos
trece años, los años en que Leonid la descubrió. Diez millones de años atrás,
permanecía en el abovedad anonimato celeste. Sólo esos trece años alguien la
había visto. Leonid sólo fue un mudo testigo de su agonía.
Las cuadras desde la ruta hasta su casa, Rubén pateó
incesantemente una lata. Con ira contenida, con la rabia de la muerte. Morán, el
que la pisa de espaldas y habilita con un ligero pase de suela, había caído. La
más funesta de sus misiones había sido cumplida. El arte envuelto en sus
quiebres de cintura, una vez más, era el alimento de los vivos, de los truchos,
de los mercaderes. Seguramente, sin reconocer este último acto traidor, esta
última tentación monetaria, Morán se secaría ahora la espalda y pensaría en los
placeres que esa misma noche inundarían sus sentidos. Recién allí, casi llegando
a la esquina de su casa, Rubén comprendió la lógica misma en que Morán estaba
sumergido. Pero esto no justificaba perder la dignidad de morir como un
guerrero, pensaba, masticando sin ganas los fideos fríos que le habían dejado.
En el patio, apenas se percibía el goteo de un cuerito eternamente roto. Rubén
se sentó en el borde de la pileta de lona y lloró, larga y pesadamente
recordando la imagen medio chueca y alargada de Morán saludando al público.
Irónicamente, el nombre estaba reservado a una matrícula, pero había encontrado una especie de poesía recitando suavemente 586
PERSEI. Exhalaba el aire en cada número, para que no sonase como el cinco de
cuando pagaba un ómnibus, el ocho del
teléfono de su casa, el seis que cerraba su número de legajo laboral. Cada
mili segundo en que la nombraba era producto de una larga identificación. Un
tonto, pensaba Leonid, intentando conciliar el sueño bajo unas rústicas
frazadas. El momento en que el brillo cesaba lo atormentaría por el resto de
sus días.
La luz de la luna resalta el gesto adusto de Rubén sollozando
por última vez y secándose los mocos con la mano. Su héroe había elegido el
peor final. No le bastaba haber vuelto a dar apenas unos últimos destellos al
club en el que nació. Hasta allí, incluido un ascenso altamente opaco y unas
pocas pinceladas de su antiguo esplendor, las cosas lo habían dejado irse por
la puerta de atrás pero con la gloria en los hombros. No, no bastaba con ese
final agridulce, algún genio, algún hijo de puta, pensaba Rubén, había
pergeñado esta hábil treta teatral. Una amargura sin fin se hizo nido en su
rostro mientras dormía. Una nube pasó tapando la luna y el mismo negro paño
cerró la tragedia repetida.
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