"...pécher
contre le corps mais non contre l'esprit…"
La púa del
tocadiscos toca el borde haciendo que la fritura del final del disco sea el
único sonido dentro del cuarto. Con mecánica precisión ritual se levanta por
última vez, entonces Martín, adolorido, desenchufa el aparato. Catorce
veces, catorce veces exactamente, Charles Aznavour había repetido la letra con
idéntica voz engolada. Cuando la poesía
se vuelve realidad, piensa romántico y borracho Martín, uno es capaz de comprender la gravedad de
sus errores.
En la mesa,
junto a la que el hombre tensamente sentado exhalaba su pena, descansan los
restos de la cena, como una burla: dos platos sucios de salsa, dos vacías
botellas de vino y un grupo de colillas con la rojiza huella de sus labios. Con
los ojos entrecerrados, Martín recorre las paredes del cuarto que gritan
descoloridas el hueco de su ausencia. El juego de sombras de su pecado, su
lasciva rendición a la carne, la prueba de su debilidad de espíritu, habían
desfilado allí, ante los ojos de una testigo inesperada. En la soberbia del
deseo, había subestimado el orgullo de su compañera de años. Sólo así se
entendía su profano accionar.
Ahora, el
pecho le aprieta, la habitación verdosa parece detenida en el tiempo. Mareado
llega a los tropiezos hasta la cama donde aún reposan, como policíaca prueba de
su infidelidad, los vellos púbicos de Daniela. El ardor de la sugerencia de su
compañera de oficina había terminado por tentarlo. Simplemente no había podido
resistir a los roces de su cuerpo, siempre amparados en la accidentalidad, y al
suave e intencional vapor con que le acariciaba los oídos.
Las
lágrimas cubren el rostro de Martín, hubiera querido escuchar una vez más la
misma canción, ver los ojos de Cleo al otro lado del cuarto y sentir, como
antes de la traición, que bastaba ese simple acto para comprender la
reciprocidad de su amor. Había sido inocente al creer que bastaba con el
discreto paño oscuro del secreto, que Daniela descorrió con cierto orgullo
descuidado, para ocultarse. Tantos consejos había desoído Martín de padre,
madre, amigos. Todos, con la implacable lógica de quien no entiende el amor, se
habían encargado de enumerar los riesgos de llevar a Cleo a su casa. A tanto
había renunciado ella para ser una eterna extranjera en la vida suburbana de
Martín, para resignarse a la cajita de cristal que cuidaba su amado con esmero.
Afuera, ya
se escuchan los primeros coches, la madrugada agonizaba. Insomne, Martín sentía
su cuerpo marchito y afiebrado. Daniela, calcula con acierto, ya hace rato que
está en su tibia cama y seguramente duerme con la paz del animal satisfecho.
Sólo los párpados de Martín se sobresaltan cuando el viento cierra la ventana.
Su soliloquio de ebrio sin oyentes parece desatarse. Los infortunios gozan en la multiplicación, intentaba decir al aire, si
aquella ventana se hubiese cerrado antes, la insólita fuerza que tuvo para
destruir el muro de vidrio…toda esta frase inconclusa sólo era un balbuceo
rígido y baboso en su boca. Una fuerza oscura corre hacia su corazón. Su mente
trabaja en un confuso baño de vapores, tanto como para olvidar el burlete
ausente en la puerta y confundir el viento del amanecer con el siseo de Cleo.
En su agónico sueño ella vuelve arrepentida de aquella mordida venenosa y de su furtiva
salida, como haciendo el papel de la amante, por una ventana. Esta fantasía
reconforta su alma, condena al olvido el dolor que paraliza el dolor de su
corazón deteniéndose envenenado.
Esa mañana,
algún desatinado y amarillo cronista osaría a sugerir los gruesos dividendos
que implicaría una denuncia a quien le entregó el ofidio falsamente inofensivo
a Martín. No advertía, sin duda, la aplastada cabeza de Cleo debajo de la rueda
del móvil que transmitía sus pedestres reflexiones.
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