"Nada
grava tan fijamente en nuestra memoria alguna cosa como el deseo de
olvidarla."
Montaigne
Al involuntario y distante encanto de la señorita L.
Entonces, para ella empezaba así: Escena 4/
Exterior patio de lo de Severina/noche/ verano. Se quitó la banda que le
sujetaba el pelo y dejó caer un pedo riendo con picardía, como las más infantil
de las infantes. Apenas se percibía el
ruido de la avenida lejana y el roce de la parra contra todo, los alambres, las
otras plantas, contra sí misma. En medio
del progreso, las hojas apiladas en la pantalla estaban perdiendo fuerza,
necesitaba levantarse de la incómoda reposera. Mientras caminaba hacia la
cocina, el patio se le hizo larguísimo. Llevaba varias horas sólo a base de
agua y a olvidar todo a su alrededor.
Al abrir la puerta, entendió que necesitaba
un personaje masculino. Puta madre, no puedo recurrir otra vez a… En la
heladera reinaban los restos de su cumpleaños, el día anterior. Una olvidada botella de
sidra le hizo saber que sería él. Pero de todos modos, no podía. Se dejó caer
junto a la mesada, justo al punto en que lo único que se veía eran los restos
de la fiesta inundando el piso y los zócalos. Los humanos manejan conceptos
extraños, pensó, reposeras incómodas y festejos que consisten en dejar una
mugre sin precedentes en la casa del agasajado. Debía comer, por ahí así sí, se
mintió a sí misma.
La última vez también
había sido víctima de la misma práctica y el éxito le permitió comprar hasta
una alfombra persa. Al final, por un puñado de dólares cualquiera es lo que
precise la máquina.
Primero desconectó el teléfono, luego el timbre. Cerró todas las ventanas de la casa. Todo masticando mecánicamente la fugazzeta fría con gusto a heladera. Cuando entró a su cuarto, se miró en el espejo, se acarició mecánicamente el torso y sintió más confianza.
No sabía cómo había empezado. Recordaba con
cierta vaguedad un verano en Miramar, el rostro colorado del pibe, un beso de
médano y luego encontrar el cilindro de vidrio en su mesa de luz. Con el correr
del tiempo, mirar los frasquitos se había vuelto la diversión de cualquier día
de sol. Al trasluz se apreciaban con más nitidez los contornos, el tinte, la
sustancia ámbar que los conservaba.
Sólo siendo más grande pudo entender el funcionamiento de la cosa y sus consecuencias.
Se cambiaba con rapidez, apuro e
inseguridad ¿por qué? Después de tantas veces, no había razón para elegir y
cambiar constantemente el vestuario.
Entonces, decidió volver a ponerse la misma remera estirada al borde de
la rotura y el joggin que tenía antes. Había perdido quince minutos más de
vida, más vale que no volviera a putear al 124 cuando tardaba en llegar. Luego,
la tarea más difícil, despejar la pieza para darle el espacio suficiente.
Era lunes. Un lunes infeliz de invierno,
ella llevaba unos borradores en la falda y los leía entre Lacroze y el Correo.
Ese mediodía llevaba cinco vueltas al circuito, él se subió en Tribunales. Llevaba la misma ropa que el día aquel. Ella se le acercó con vergüenza y él no
la registró siquiera. Ella se puso cerca
al punto de poder ver sus ojos, apagados y tintos en negro. Recordaba su boca,
pero ahora la veía descolorida y reseca. Entonces vio como él se levantaba y al
bajar se compraba el último número de una revista de noticias amarillista.
Lucio había perdido su alma. Aquel violinista romántico y prometedor, andaba
deambulando por su ciudad al servicio de la ley ¿Cuántos más habría?
Rotularlos era la tarea más difícil, pero
la pude cumplir con éxito, dijo mientras abría el doble fondo del placard. De
allí sacó unas cajas de madera, dentro de ellas, decenas de pequeños cubículos
retenían, uno separado del otro, a un ejército de desafortunados. Lo que más le
dolía era ver los rótulos de aquellos que había sabido amar con devoción. Antes
de encontrar la que buscaba, decidió montar el aparato.
La idea de revivirlos era ridícula, ella lo
sabía, de hecho no estaban siquiera muertos. Pero era imposible reconectarlos.
La maldición vendría de sus antecesoras polacas, brujas contratadas por los
reyes para desalmar a sus enemigos, o simplemente era un rayo más cayendo sobre
una mortal más. Tampoco importaba demasiado, su única esperanza era intentar
que sus encerrados culminaran su existencia.
Cuando eligió el frasco de Horacio, supo
que hacía lo correcto. Entonces se sentó y empezó (adagio en fa sostenido) la operación. Llevó el frasco al interior
de la gran lámpara y su figura surgió de inmediato, proyectándose con una
insólita nitidez sobre la silla de paja. Allí, sentado, Horacio fumaba despreocupado.
Ella recomenzó el escrito.
Con Edgardo fue la alegría total. Después
de hacerlo personaje de “Las inclusiones", su repentina muerte al final lo
había liberado. El frasco vacío valía más. Totalmente transparente, el vidrio
dejaba pasar la luz y ella se reconfortaba. Con el tiempo, le fue encontrando
la mano, no era cuestión de meterlo en cualquier trama a ser carne de cañón. Su
inclusión debía ser orgánica, coincidir con el tono de la historia, Edgardo fue
el hombre perfecto para ese personaje.
Escribía con una velocidad que superaba
todos sus trabajos anteriores, sólo interrumpía el trabajo para tomar agua o
masticar un trozo más de pizza tibia. Sólo había levantado la mirada del
monitor una vez y Horacio sólo era invisible debajo de la rodilla.
Además, le decía sin saberlo una
productora, no podés matar un tipo en TODOS tus guiones.
Entonces ella había
optado por un celibato casi indestructible, lo cual no evitaba que el poder de
su seducción actuara. Después de encontrar frascos de tipos casi desconocidos
había optado por una vida ermitaña. Esta reclusión había sido interrumpida por
la fiesta de sus preocupados amigos, que no la veían hacía varios meses.
La última escena, la muerte de Horacio por
la yakuza que lo confundía con otra persona, era desgarradora y terrible. Se
permitió una pausa para mirar lo último distinguible del fantasma de Horacio su
sonrisa esfumándose mientras terminaba de tipear: FUNDE A NEGRO.
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