En la salita, con el televisor vomitando TN a todo volumen, éramos como
diez. Todos intentando no mirarnos, a ver si nos contagiábamos a simple vista.
De una serie de puertas, salían los empleados a llamarnos ¡176! gritaba uno y
entonces un muchacho medio bizco de nariz larga se levantaba, para volver un
minuto después, con la ropa fuera de su lugar y el brazo luciendo un pedacito
de algodón pegado con cinta, sosteniéndose cual un lisiado.
Era imposible no mirar, parecía una sesión de tortura comandada por la
televisión. Los diez o doce en una sala vacía en el centro y con sillas pegadas
a las paredes gris-blanca. Sólo el ruido de una máquina de café vetusta y
nuestras dolencias, economizadas o no.
Justo enfrente mío, una chica con un conjunto de ropa que sólo tenía en
común que estaba sobre el mismo cuerpo, hablaba con un pelado con gorra. Le
contaba experiencias de una vida jipiesca, de una amiga suya que sobrevivía en
el norte del Brasil viviendo nómademente y había tenido dos hijos en la ruta.
El pelado asentía, evidentemente no dejaba de pensarla en performances sexuales
acordes a su condición de mujer libre. Ella pasaba a explicar que se dedicaba a
armar muebles con cosas que reciclaba ¡174, por favor! y una mujer con cara de
haber dormido poco entraba detrás de un petiso con ambo de médico celeste. Puta
madre, yo 173 y no me llaman. Ya había armado una cómoda con discos viejos y
unas sillas desfondadas...el pelado asentía y ella le sonreía con la mano derecha
sosteniendo la mochila ¡175! ella se levantaba y el pelado la miraba irse, las
botas terrosas y el pantalón caído. En eso, un barbudo con bombacha de campo y
cuello de cura. Entró como quien entra a su casa, saludando a dos o tres
conocidos y sin querer esperar. El entusiasmo le duró hasta que uno de esos
conocidos le explicó que había que esperar.
Lo más parecido a un taller de la salud y yo esperando que le mientan a mis futuros empleadores, diciéndole de mis notables condiciones para hablar por teléfono y mi atlético estado de “hombre sano”.
Lo más parecido a un taller de la salud y yo esperando que le mientan a mis futuros empleadores, diciéndole de mis notables condiciones para hablar por teléfono y mi atlético estado de “hombre sano”.
Cuando el notero tan aparatosamente indignado de TN comenzaba a mostrar
el escándalo de un robo de bronce a los bomberos de Zárate y yo empezaba a
lamentar haber pasado tanto tiempo en ayunas para que “salga todo bien”, el
mismo petiso en ambo celeste, se acercó a una de las puertas de la sala y lanza
¡cientosetentaytrés! Y yo me alzo, como triunfante y aliviado. Lo sigo,
entramos en un cuarto que apenas sirve para que entren dos personas. Una silla
con un brazo que es una plancha de metal y una mesada con una infinidad de
tubitos de sangre. El muchacho me dice que me siente y me arremangue. Estira un
pedazo de manguera de goma y lo cierra arriba del codo. Me dice que respire
profundo y veo como una sustancia color vino llena la jeringa. En ese momento
me pregunto que harán con la sangre que le sacan a uno sólo para chequear si
está sano. Amago a preguntárselo, él no me da tiempo, apenas depositó la sangre
en uno de esos tubitos, me pone un algodón con alcohol, cinta, me dice que me
sostenga y que espere la última revisación en el otro salón.
Es un problema memorizar caras. Más que nada porque muchas veces te
puede bloquear la mente cruzarte una, probablemente sin sentido y sin ninguna
justificación para ser recordada, y no tener el lugar exacto donde se ubicaba.
Entonces un salón lleno de gente alternativa, sacudiéndose con frenesí medio
diabólico, medio impostado, stoner rock, oscuridad premeditada, mirar todo con
ojos extraños y de “y yo con mi camisa rosa”. De golpe, ir a la barra en busca
de la reconfortante familiaridad de la cerveza, que mis amigos no llegaron y yo
acá no corto ni pincho. Un cartel en tiza rosa “tragos satánicos” (automáticamente
pensar en Otto, el chofer de los simpsons) y preguntarle a la chica hermosa y
rara del mostrador de qué la va el asunto y que te explique que se hacen con
sangre, te señale a la otra esquina de la barra y el mismo petiso, con una
remera de Dimmu Borgir, alzando en sus manos una copa de plástico, y mirándote,
no sabiendo de donde nos conocemos las caras.
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