Se acostará, como siempre, a la hora en que
comienza el ritual celoso de los gatos. Levantado el cobertor verde, se sentará
sobre la cama, programará el despertador y beberá sin entusiasmo un sorbo de
agua para tragar los somníferos.
Luego, recostado, mirará la curva del hombro
de su esposa, que le dará la espalda mientras deja salir esas exhalaciones que
no llegan a ser ronquido, son más bien rumores de desprecio. Una vez apagada la
luz, se estirará cuan largo es, dejando salir un bufido y se acariciará las
sienes y los párpados. La oscuridad habrá a esa altura atenuado, permitiéndole
ver los arabescos del papel tapiz junto a su cama y como se sacude el árbol
junto a su ventana, dejando entrar un
tufo a ramas secas. Contando las puntas de las flores que ocultan el
blanco de su almohada, irá dejando caer en reposo sus miembros exhaustos.
Ve entrar sus pies entonces al jardín de los
Macías, ese en el que hollaba el pasto en su infancia, y se acerca a la fuente
asediada por hiedras, el día es claro, sopla un viento casi imperceptible. A lo
lejos se escucha la voz de una anciana cantando en italiano, quizás su abuela.
Con la espalda apoyada sobre el nacimiento de la fuente, ve sobre sus pies una
hormiga que se balancea en la punta de su dedo meñique. Una mancha rosa se
balancea cerca suyo, un vaho como de fresias recién cortadas y de golpe distingue
la cara blanca de Marina sonriéndole.
Luego, todo se vuelve más confuso. Los labios
de ambos se mueven, pero no dejan salir ninguna palabra, incluso sus ademanes
parecen incomprensibles. El viento se hace de golpe una sucesión de ráfagas
incontenibles. Casi no deja oír la caída del agua en la fuente o el silbido de
Marina que camina en derredor suyo bailoteando.
Su esposa para ese momento se habrá girado y
habrá depositado sobre su velludo y abultado abdomen una mano fría y en la
nunca esa misma respiración desagradablemente sonora.
El pasto recién cortado parece hacerse una
sucesión de agujas que le perfora los muslos y los pies sin fuerza, como por
inercia. Marina se detuvo y lo mira, sus ojos castaños parecen húmedos y
preocupados. Se acerca a usted, que cada vez comprende menos, y le susurra al
oído “ye tém”.
Dejaré salir por mi nariz una espesa nube de
humo blanco y abriré la ventanilla del automóvil. El barrio estará más quieto
que nunca, la luna apenas ilumina el empedrado y todas las casas están
apagadas. En el reloj, las tres y cuarto. Me reclinaré un poco hacia atrás y
daré una orden precisa al pasajero de atrás.
Me acomodaré los ridículos anteojos negros y reharé
minuciosamente la raya de mi pantalón, escuchando el golpe de las botas al
bajar del auto. Ahora ellos irán por usted.
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